La fortaleza estaba llena de movimiento, no por armas ni planes de guerra, sino por algo más calculado: los preparativos de una boda que cambiaría la balanza del poder en el mundo.
Dante había ordenado a sus hombres ocuparse de todo con precisión quirúrgica. Desde temprano, llegaron los primeros cargamentos: maderas oscuras para las cajas, terciopelo para los interiores, rollos de papel con relieves dorados y tintas especiales que solo un impresor de Florencia sabía manejar.
Serena recorría cada sección, supervisando.
—El grabado debe ser perfecto —ordenaba, señalando el diseño que llevaría cada brazalete—. El acero tiene que sentirse frío, pesado, imposible de romper. Y no olviden la llave: una sola pieza, única, que abrirá todos los cierres el día de la boda.
Los orfebres trabajaban sin descanso, puliendo cada brazalete como si fuera una joya ceremonial. En su interior, discretos chips de seguridad quedaban sellados con capas metálicas. Nadie podría manipularlos sin destruirlos.
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