El hangar privado estaba iluminado con luces frías que reflejaban sobre el fuselaje brillante del jet. Una fila de hombres de traje negro ingresaba en silencio, cargando con sumo cuidado las cajas negras de madera con detalles dorados. Cada una parecía pesar más por el valor simbólico que por su contenido. Entre ellas, reposaba una distinta: la caja roja, envuelta en terciopelo carmesí.
Serena observaba cada movimiento desde la escalerilla del avión, con los brazos cruzados. Dante se mantenía a su lado, vigilando que nada se saliera del plan.
—Todo listo —informó uno de los hombres—. Las rutas han sido verificadas, y los contactos esperan en cada país.
Serena giró hacia Dante, con expresión firme.
—Para la caja roja necesito a alguien en especial. Iván… o Mikko.
Dante frunció el ceño.
—¿Y por qué ellos?
Ella bajó la mirada y, tras un segundo de silencio, llevó la mano a su cuello. De la cadena que siempre llevaba colgaban dos placas metálicas, desgastadas por los años. Una pertenecí