El salón privado del antiguo palazzo de los Balestra estaba iluminado con lámparas de cristal que apenas dejaban ver las vetustas paredes de piedra. El ambiente olía a vino caro, a poder contenido y a planes oscuros. Corrado Balestra aguardaba de pie junto a una ventana, con la vista fija en la lluvia que caía sobre Calabria.
El sonido de los tacones de Isabella anunció su llegada antes de que la puerta se abriera. Iba vestida de negro, ajustada a su silueta, con un abrigo largo que apenas ocultaba el vestido rojo que brillaba como fuego bajo la penumbra. Sus labios, pintados del mismo tono, eran una declaración silenciosa de guerra.
—Qué sorpresa, don Balestra —saludó con ironía mientras se quitaba los guantes de cuero—. No esperaba que alguien como usted quisiera hablar conmigo.
Corrado se giró lentamente, mostrando una calma gélida. Sus ojos, oscuros y calculadores, la recorrieron como si evaluara cada gesto, cada palabra, cada debilidad.
—No soy hombre de sorpresas, Isabella. Cuan