El taller olía a grasa, metal y recuerdos. Serena estaba de pie en medio de los hombres que habían jurado proteger a su padre hasta el último aliento. Aún le costaba creer que realmente los tenía frente a ella.
Ramiro, el de cabello blanco, la miraba con un brillo en los ojos que mezclaba orgullo y melancolía.
—No sabes lo que significa para nosotros que hayas venido. Creímos que nunca volveríamos a ver a alguien de tu sangre.
Serena tragó saliva, con el corazón apretado.
—Yo tampoco pensé que encontraría a alguien que todavía recordara a mi padre con tanta lealtad.
Dante, apoyado contra una columna del taller, observaba en silencio. Sus ojos recorrían cada gesto de Serena, notando cómo poco a poco se transformaba frente a esos hombres: de fugitiva a heredera de un legado.
—Hay más de nosotros —intervino Julián, un hombre alto y de rostro endurecido por los años—. Algunos se ocultaron en las afueras, otros en la ciudad misma, viviendo bajo nombres falsos. Nunca dejamos de cuidarnos la