La noche cayó sobre la Fortaleza como un sudario. En las torres, las antorchas ardían con un brillo inquieto, reflejándose en las piedras antiguas. El eco de los pasos de los guardias resonaba entre los pasillos, marcando el ritmo de una calma aparente que pronto se quebraría.
Desde su despacho, Serena revisaba los informes de las delegaciones que habían asistido a la cumbre. Las hojas estaban repletas de sellos, números, coordenadas y rutas comerciales. Todo parecía ordenado, pero algo en su intuición le susurraba que el peligro aún no había terminado.
Dante, recostado en el sofá frente a la chimenea, la observaba en silencio.
—Llevas horas sin moverte —dijo con voz grave—. Si sigues así, el médico te encerrará en su oficina.
Ella alzó la vista, cansada.
—No puedo descansar sabiendo que Corrado sigue vivo. Que lo tuvimos tan cerca y lo dejamos ir.
—No lo dejamos ir —corrigió Dante—. Lo vigilamos. Serguei lo tiene en la mira.
Serena sonrió con amargura.
—A veces ni las miras más preci