La mañana avanzaba con paso lento, como si el tiempo mismo se negara a seguir su curso. El cielo, cubierto de nubes grises, presagiaba un día cargado de emociones. El auto de Alejandro avanzaba por la avenida con suavidad, deslizándose entre el tráfico matutino mientras la ciudad comenzaba a despertar.
Margaret, sentada a su lado, mantenía la mirada fija en él. Habían pasado ya varios minutos en completo silencio, un silencio tenso, incómodo, lleno de cosas no dichas. Finalmente, ella rompió la calma con una voz suave, pero cargada de intención.
—¿Crees que algún día podamos empezar de nuevo... por nuestro hijo?
Alejandro no la miró. Mantenía la vista firme en la carretera, con las manos aferradas al volante como si de ello dependiera su control emocional. Sus ojos reflejaban una tormenta interna que se negaba a manifestar.
—Margaret... no empecemos —respondió con voz cansada, sin alterar el ritmo de su conducción.
Ella frunció los labios, dolida. Se acercó un poco más a él y apoyó su