05

Nina había limpiado el estudio tres veces esa mañana porque necesitaba que todo estuviera en su lugar: las partituras ordenadas por fecha, los cables enrollados con precisión, las plantas apenas regadas, el piano afinado y la luz entrando por la ventana en el ángulo exacto. No era perfeccionismo, era protección: aquel espacio no solo era donde componía, sino donde podía existir sin dar explicaciones, donde las palabras sobraban y los sonidos decían lo justo. A las cuatro cincuenta se sentó en el sillón junto al piano, sin intención de tocar, solo para observar, esperar y medir cada segundo hasta que, a las cinco en punto, sonara el timbre. Avanzó despacio hacia la puerta y la abrió. Él estaba en el umbral: camiseta arrugada, mochila colgada de un hombro y una sonrisa que parecía saludar antes de hacerlo realmente.

Nina lo miró. No como se mira a un colega. Como se mira a alguien que no encaja en el molde. No por falta de talento. Por exceso de algo que aún no tenía nombre.

—Hola —dijo Dylan.

—Hola —respondió ella.

Se hizo a un lado. Él entró.

No preguntó nada. No elogió el espacio. No se detuvo a mirar los instrumentos. Caminó como si ya conociera el lugar, aunque claramente no lo conocía.

—¿Dónde quieres que me siente?

—Donde quieras.

Dylan eligió el suelo, cruzó las piernas, sacó la libreta y la sostuvo sin abrirla. Nina volvió al sillón y lo miró en silencio. No hablaba mucho. Pero cuando lo hacía, parecía que las palabras le salían sin filtro. Como si no tuviera miedo de decir algo incorrecto. Como si no le importara. Cuando él habló, sus palabras salieron sin filtro, sin miedo al error:

—¿Quieres que escuche algo tuyo?

—Todavía no.

—¿Quieres que te escuche?

—Todavía no.

Hubo silencio.

Pero no incómodo.

Dylan empezó a tararear algo. No era una canción. Era una melodía sin forma. Como si estuviera probando el aire. Nina lo escuchó sin mirarlo. No porque no quisiera. Porque necesitaba entender qué hacía.

—¿Lo tienes escrito? —preguntó.

—No. Me salió recién.

—¿Y si lo olvidas?

—Entonces no era para guardar.

Nina no respondió. Pero algo en ella se movió.

No por la frase, por la forma en que la dijo, como si no le pesara nada, como si vivir fuera improvisar.

Ella no era así.

Ella escribía, corregía, tachaba, volvía a escribir. Cada verso tenía que pasar por un filtro. Cada nota tenía que justificar su existencia.

Dylan no justificaba nada. Y eso, aunque no lo entendía, la intrigaba.

—¿Quieres tocar algo juntos?

—Todavía no.

—¿Quieres que me calle?

—No.

Dylan sonrió.

—Entonces estamos bien.

Nina lo miró por fin. Directo. Sin defensa.

Y por primera vez, pensó que tal vez, solo tal vez, ese remolino que acababa de entrar por la puerta no venía a romper nada, venía a mover lo que estaba quieto.

Dylan seguía sentado en el suelo, moviendo los dedos sobre la libreta como si estuviera tocando una guitarra invisible. Nina lo observaba desde el sillón, con la pierna cruzada y el cuaderno cerrado sobre sus rodillas. No escribía. No hablaba. Solo lo estudiaba.

—¿Siempre te sientas en el suelo? — preguntó ella, sin levantar la voz.

—Solo cuando quiero que me tomen en serio.

—¿Y eso funciona?

—Nunca. Pero me da perspectiva.

Nina giró levemente la cabeza, como si no supiera si estaba bromeando o hablando en serio.

—¿Perspectiva de qué?

—De cómo se ve el mundo desde abajo. Es más honesto. Menos pretencioso.

—¿Y el sofá?

—El sofá es para gente que ya resolvió sus traumas.

Nina soltó una risa breve. No por la frase. Por la sorpresa de haberse reído.

Dylan la notó, pero no lo mencionó. Solo sonrió, como si hubiera ganado una pequeña batalla sin saber que estaba peleando.

—¿Querés que te muestre algo? —preguntó él.

—¿Algo tuyo?

—Algo que no sé si es mío todavía.

Nina asintió con la cabeza. Dylan abrió la libreta, buscó una página, y empezó a leer en voz baja. No cantaba. No recitaba. Solo decía las palabras como si fueran pensamientos sueltos:

"Hay días en los que el cuerpo llega antes que la mente. Hay canciones que se escriben sin saber por qué. Y hay personas que parecen acordes que no encajan, pero que hacen que la melodía funcione."

Nina lo miró. No por el contenido. Por la forma en que lo dijo. Como si no le importara si gustaba o no. Como si solo necesitara sacarlo.

—¿Eso lo escribiste hoy?

—No. Lo pensé ayer. Lo escribí esta mañana. Lo entendí recién.

—¿Y si no lo entendés mañana?

—Entonces lo vuelvo a escribir.

Nina bajó la mirada. Abrió su cuaderno. Pasó páginas. Se detuvo en una. No dijo nada. Solo empezó a tocar el piano. Una melodía suave, contenida, como si estuviera pidiendo permiso.

Dylan se quedó quieto. No interrumpió. No comentó. Solo escuchó.

La canción no tenía letra. Solo notas. Pero decía más que cualquier verso.

Cuando terminó, Nina cerró el piano.

—¿Eso lo escribiste hoy? —preguntó él, repitiendo su pregunta.

—No. Lo pensé hace meses. Lo escribí hace semanas. Lo entendí ayer.

Dylan sonrió.

—Entonces estamos sincronizados.

—No lo digas así —dijo Nina, con una mueca.

—¿Por qué?

—Suena cursi.

—¿Y si lo digo en inglés?

—Peor.

Se quedaron en silencio. Pero esta vez, era cómodo.

Dylan se levantó del suelo, estirando los brazos como si hubiera corrido una maratón.

—¿Tenés algo para tomar?

—Agua.

—¿Y algo que no sepa a castigo?

—Té.

—¿Y algo que no sepa a retiro espiritual?

—No.

—Perfecto. Agua está bien.

Nina fue a la cocina. Volvió con dos vasos. Le dio uno. Se sentó de nuevo.

—¿Siempre sos así?

—¿Así cómo?

—Como si no te afectara nada.

Dylan bebió un sorbo. Pensó.

—No es que no me afecte. Es que aprendí a no mostrarlo todo el tiempo.

—¿Y eso funciona?

—Nunca. Pero me da perspectiva.

Nina lo miró. Esta vez, con una sonrisa que no se escapó. Que se quedó.

—¿Querés tocar algo juntos?

—¿Ahora?

—Sí.

—¿Y si no sale nada?

—Entonces lo dejamos ahí.

Dylan se acercó al piano. No se sentó. Se quedó de pie, como si no quisiera invadir.

—¿Querés que improvise?

—Sí. Pero sin gritar.

—¿Y sin seducir a la batería?

—Eso lo dejo para Leo.

Nina empezó a tocar. Dylan tarareó encima. No era una canción. Era una conversación.

Y aunque no dijeron nada importante, algo empezó a moverse.

No como una revelación.

Como un remolino.

Suave.

Pero presente.

Dylan se quedó un rato más, tocando acordes sueltos en el piano, como si estuviera probando la temperatura del aire. Nina lo observaba desde el sillón, con el cuaderno abierto y el lápiz en la mano. No escribía aún. Solo lo miraba.

No era el Dylan de los videoclips. No era el que aparecía en entrevistas diciendo cosas que sonaban ensayadas. Este era otro. Uno que se sentaba en el piso, que pedía agua como si fuera un lujo, que tarareaba melodías como si fueran secretos.

Nina bajó la mirada y empezó a escribir. No una canción. No un poema. Solo palabras sueltas, como si estuviera coleccionando fragmentos de él.

"No sabe que lo estoy mirando. No sabe que lo estoy escribiendo. No sabe que no quiero entenderlo, solo quiero que no se parezca a lo que dicen."

Dylan dejó de tocar. Se giró hacia ella.

—¿Estás escribiendo algo?

—No sé.

—¿Querés que me vaya?

—No sé.

Él sonrió. No con burla. Con ternura.

—Entonces me quedo un poco más.

Nina no respondió. Solo siguió escribiendo.

"Tiene algo de caos. Pero no el que destruye. El que acomoda sin querer."

Dylan se acercó, sin mirar el cuaderno.

—¿Querés que te cuente un secreto?

—¿Es uno real o uno de esos que usás para parecer interesante?

—Es uno que no sé si quiero contar.

—Entonces sí.

Dylan se sentó en el borde del sillón, sin tocarla, sin invadir.

—A veces me canso de ser el tipo que todos creen que soy. El que sonríe. El que improvisa. El que no se toma nada en serio. Pero si dejo de serlo, nadie se queda.

Nina lo miró. No con lástima. Con reconocimiento. Porque ella también sabía lo que era sostener una versión de sí misma que funcionaba para los demás.

—¿Y si alguien se queda igual?

—Entonces no sabría qué hacer con eso.

Ella volvió al cuaderno. Escribió una última línea:

"No sabe qué hacer con quien se queda. Pero igual se queda un rato más."

Dylan se levantó. Buscó su libreta. La cerró con una palmada suave, como si estuviera guardando algo que no quería perder.

—Gracias por no darme el té espiritual.

—Gracias por no gritar.

—Gracias por no creer todo lo que dicen.

Nina lo acompañó hasta la puerta. No lo abrazó. No lo tocó. Solo lo miró.

—¿Vas a volver?

—¿Querés que vuelva?

—No sé.

—Entonces sí.

Y se fue.

Nina cerró la puerta. Volvió al sillón. Releyó lo que había escrito. No era una canción. No era un poema. Pero algo en ella sabía que iba a volver a esas palabras.

Como quien vuelve a una melodía que aún no sabe tocar.

Y por primera vez en mucho tiempo, no sintió que tenía que entenderlo todo. Solo dejar que algo se moviera. Aunque fuera despacio. Aunque fuera raro. Aunque viniera con camiseta arrugada y frases que no buscaban impresionar.

Porque a veces, lo que no encaja, es justo lo que hace que todo empiece a tener sentido.

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