Dylan salió del estudio de Nina con la cabeza llena y las manos vacías. No sabía si había dicho algo importante o si solo había llenado el aire con frases que sonaban bien. Caminaba sin apuro, como si el tiempo fuera opcional. La mochila colgaba de un hombro, medio abierta, como siempre. No le gustaban los cierres. Ni los de las mochilas, ni los emocionales.
Llegó al estudio de ensayo treinta y siete minutos tarde. No porque se le hubiera hecho tarde, sino porque no le gustaba llegar cuando todos estaban en modo “productivo”. Prefería entrar cuando ya se habían resignado a que él no iba a llegar a tiempo. Kai estaba detrás de la batería, ajustando los platillos con precisión quirúrgica. No hablaba. No saludaba. Solo trabajaba. Leo estaba tirado en el sofá, comiendo algo que parecía pan dulce, aunque ya no tenía forma reconocible. Noah estaba sentado frente al teclado, escribiendo en una libreta con cara de estar resolviendo el universo. —Llegaste —dijo Kai, sin levantar la vista. —¿Y ustedes están en modo zen o en huelga silenciosa? —Estamos esperando que te dignes a dejarte ver —respondió Leo, con la boca llena. Dylan dejó la mochila en el piso y se tiró en el sillón como si fuera suyo. No preguntó nada. No explicó nada. Solo se acomodó. —¿Qué onda contigo? —preguntó Noah—. Tienes cara de que te dijeron algo que todavía estás procesando. —Estuve con Nina. —¿La pianista? —La que no sonríe si no es necesario. —¿Y qué pasó? —Nada. Pero me dejó pensando. —¿En qué? —En que tal vez no soy tan espontáneo como me gusta creer. Kai dejó de ajustar el platillo. Lo miró. —¿Te dijo eso? —No. Pero se rió en un momento que no era gracioso. Y eso me descolocó. Leo se incorporó. —¿Y eso te molesta? —No. Me gustó. Pero me hizo sentir que tengo que pensar antes de hablar. Y eso es nuevo. Noah cerró su libreta. —¿Te gusta? —No sé. —¿Te cae bien? —Sí. —¿Te da miedo? —Un poco. —Entonces te gusta. Dylan agarró una baqueta que estaba tirada en el sillón. La giró entre los dedos como si fuera un lápiz. —¿Vamos a tocar o van a seguir psicoanalizándome como si esto fuera una sesión grupal? Kai se levantó. —¿Qué quieres tocar? —Algo que no esté escrito. —¿Improvisamos? —Sí. Pero sin que parezca que estamos improvisando. Leo conectó su bajo. Noah ajustó el teclado. Dylan agarró la guitarra. Empezaron a tocar. Al principio, cada uno por su lado, como si no se conocieran. Pero de a poco, algo se alineó. No por técnica, sino por intuición. Por costumbre. Por esa conexión que aparece cuando ya compartiste suficientes silencios con alguien. Dylan cerró los ojos. Pensó en la melodía que Nina tocó. No la imitó, pero algo de ese momento se coló en sus dedos. No era nostalgia. Era curiosidad. Cuando terminaron, nadie habló. Solo respiraron. —Eso estuvo bien —dijo Kai. —¿Lo grabamos? —preguntó Noah. —No. Si lo grabamos, vamos a querer repetirlo. Y no va a salir igual. Leo lo miró. —Estás raro. —Estoy pensando. —¿En ella? —En mí. —¿Y qué pensás? —Que tal vez no soy tan improvisado como me gusta aparentar. Kai se sentó en el borde del sillón. —Eso es lo más honesto que dijiste en semanas. —Y lo dije sin querer. —Como todo lo que dices. Dylan sonrió. No porque fuera gracioso, sino porque era cierto. Se quedó un rato más, tocando acordes sueltos. No buscaba una canción. Solo quería ver qué pasaba si no pensaba tanto. Pero cada nota le recordaba algo. No a Nina. A él mismo. A cómo se sentía cuando alguien lo miraba sin esperar que fuera gracioso. Sin esperar que fuera “el que improvisa”. Kai se acercó con una botella de agua. —¿Quieres? —¿Es agua o una metáfora? —Es agua. Pero si querés llorar después, también sirve. Dylan la tomó. Bebió. No dijo nada. Noah se sentó a su lado. —¿Te vas a volver intenso ahora? —No. Solo estoy en modo silencioso. —¿Y cuánto dura eso? —Hasta que alguien me diga algo que me haga reír sin querer. Leo levantó la baqueta. —¿Querés que te cuente el chiste del bajista que quiso ser cantante? —No. Pero cuéntalo igual. —No tiene final. Se quedó en el ensayo. Dylan se rió. No porque fuera bueno, sino porque era justo lo que necesitaba. Y por un momento, se sintió en casa. No por el lugar. Por ellos. Dylan seguía tocando acordes sueltos, sin rumbo. Pero en su cabeza, algo se había activado. No era una melodía nueva. Era un recuerdo que no le pertenecía solo a él. La primera vez que tocaron frente a un público grande. El festival de verano. El cartel con su nombre. Las luces. El sonido de miles de personas esperando algo que aún no sabían si podían dar. Estaban todos nerviosos. No lo decían, pero se notaba. Kai revisaba los platillos como si fueran piezas de un reloj. Cada ajuste era una forma de calmarse. Leo caminaba de un lado a otro, haciendo chistes que nadie respondía. Noah escribía en su libreta, aunque no estaba seguro de qué. Dylan se sentaba en silencio, sintiendo que el corazón le golpeaba el pecho como si quisiera salir. —¿Estamos listos? —preguntó alguien del staff. Nadie respondió. Solo se miraron entre ellos. Y en ese momento, algo pasó. No fue una frase inspiradora. No fue una señal mágica. Fue la mirada que compartieron. Esa que decía: “Si caemos, caemos juntos”. Subieron al escenario como si fueran soldados entrando a una batalla que no entendían del todo. Las luces los cegaban. El sonido era más fuerte de lo que imaginaban. El público, una masa de rostros desconocidos, estaba ahí, esperando. Kai contó cuatro. Noah empezó con un acorde suave. Leo entró con el bajo. Dylan respiró hondo y cantó. La primera nota fue temblorosa. La segunda, más firme. Para la tercera, ya no pensaban. Solo sentían. Y entonces, algo se alineó. No por técnica. No por ensayo. Por conexión. Cada uno sabía dónde estaba el otro, sin mirar. Cada pausa, cada cambio, cada mirada rápida entre ellos, era como hablar sin palabras. El público no gritaba. No cantaba. Escuchaba. Y eso fue lo que más los marcó. Porque ese silencio no era indiferencia. Era atención. Era respeto. Era entrega. Cuando terminaron, hubo un segundo de nada. Y luego, aplausos. No por perfección. Por verdad. Bajaron del escenario sin decir mucho. Kai le dio una palmada a cada uno. Leo se dejó caer en el suelo, como si hubiera corrido una maratón. Noah cerró su libreta sin escribir nada más. Dylan se sentó a su lado, con la guitarra aún colgada. —Lo hicimos —dijo en voz baja. —Sí —respondió Kai—. Y nadie vomitó. Leo se rió. Noah también. Dylan solo sonrió. No por alivio. Por orgullo. Porque ese día dejaron de ser cuatro chicos que tocaban juntos. Y se convirtieron en una banda. No por el nombre. Por el lazo. Por el temblor compartido. Por la certeza de que, aunque el mundo los mirara, ellos solo necesitaban mirarse entre sí para saber que todo iba a estar bien. Dylan regresó al presente como quien despierta de un sueño que no quiere soltar. La guitarra seguía en sus manos, pero ahora los acordes le sonaban distintos. No por cómo los tocaba, sino por lo que había recordado. Kai lo miraba desde la batería, con esa expresión que no decía mucho pero lo decía todo. —¿Te fuiste un rato, no? —Sí —respondió Dylan—. Al festival. A la primera vez. Leo se estiró en el sofá como si fuera un gato perezoso. —¿Otra vez con tus viajes astrales? —No fue astral. Fue emocional. —Peor aún. ¿Lloraste? —No. Pero estuve cerca. Noah cerró su libreta y se acomodó en el teclado. —¿Y qué aprendiste? —Que éramos más valientes de lo que pensábamos. Kai sonrió apenas. —Y más desorganizados de lo que admitimos. —Eso también —dijo Dylan—. Pero funcionó. Leo se levantó y tomó una baqueta del suelo. —¿Y si hacemos una canción sobre eso? —¿Sobre el caos que nos une? —Sobre el miedo que no nos detuvo. Noah lo pensó un segundo. —Podría empezar con un acorde menor y terminar en uno mayor. Como una historia que empieza temblando y termina en aplausos. Kai se acomodó detrás de la batería. —Pero sin que suene cursi. —Obvio —dijo Dylan—. Nada de frases tipo “el poder de la amistad”. Leo levantó la mano como si estuviera en clase. —¿Y si metemos una línea que diga “éramos cuatro, pero sonábamos como uno”? Todos lo miraron. —Eso sí suena cursi —dijo Kai. —Y robado —agregó Noah. —Y un poco ridículo —cerró Dylan. Leo se encogió de hombros. —Bueno, entonces pongamos “éramos cuatro, pero Kai siempre llegaba primero”. Kai lo miró sin expresión. —Y tú siempre llegabas sin ensayar. —Pero con estilo. —Con hambre. Dylan se rió. Noah también. Kai negó con la cabeza, pero se le escapó una sonrisa. El estudio se llenó de esa risa que no necesita explicación. La que aparece después de compartir algo real. La que llega cuando el miedo ya pasó y solo queda el cariño. Dylan dejó la guitarra a un lado y se estiró en el sillón. —¿Sabes qué? Tal vez sí deberíamos escribir esa canción. —¿La cursi? —preguntó Leo. —La honesta. Kai se levantó. —Entonces mañana, temprano. —¿Temprano tipo qué hora? —preguntó Dylan. —Tipo antes de que Leo se despierte. —Entonces nunca. Rieron otra vez. Y por un momento, no hubo recuerdos, ni dudas, ni presiones. Solo ellos. Juntos. Como siempre.