25

La casa de Julián olía igual que siempre.

A madera vieja, a café recién hecho, a ese perfume suave que su mamá usaba desde antes de que Dylan tuviera memoria. Las cortinas eran nuevas, pero el reloj seguía colgado en la misma pared, marcando una hora que nunca era exacta. En la cocina, los chicos hablaban en voz baja, como si el volumen pudiera alterar algo que no se veía.

Dylan había llegado esa mañana, después de pasar por la casa de sus padres. Su mamá le había preparado pan dulce, aunque era agosto, y su papá le había preguntado si “seguía con eso de la música”. Nada había cambiado. Todo estaba intacto. Incluso el silencio incómodo después de cada abrazo.

Ahora estaba en el sillón del living de los Vargas, con Kai a su izquierda, Leo tirado en el suelo con una almohada que parecía haber robado de la habitación de invitados, y Noah en la esquina, escribiendo algo en su libreta como si estuviera resolviendo un misterio que nadie le había pedido.

La mamá de Julián les había servido
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