Dylan Scott se despertó con la alarma que había olvidado cambiar desde la última gira. Era un fragmento de voz distorsionada que decía: “¡Arriba, estrella! El mundo no se va a conquistar solo.” No era su voz ni la de nadie vivo. Pero hoy eso no importaba.
Se quedó unos segundos mirando el techo. El ventilador giraba lento, como si también estuviera pensando. Afuera, la ciudad empezaba a moverse, pero no tenía prisa. Tenía ensayo con Ghost5 a las once. Aunque el álbum Corriendo sin mapa había salido hace dos meses, la banda no se había detenido. No por obligación, sino por costumbre.
Se levantó y caminó descalzo por el departamento, esquivando cables, partituras y una taza de café que había olvidado lavar. Se duchó rápido, se puso jeans, botas y una camiseta con un pequeño agujero en el hombro. Metió en la mochila su libreta, una botella de agua, y salió.
Mientras caminaba hacia el estudio, pensó en Nina Vargas. No en su voz, sino en su mirada. Había algo en ella que no encajaba con el mundo del espectáculo. No era distante: era contenida, como si todo lo que decía pasara por un filtro más profundo. Dylan no sabía si eso lo intimidaba o lo intrigaba, pero tenía claro que la colaboración estaba cerca y que no podía llegar con poses, solo con respeto.
El estudio quedaba en una zona industrial reformada: techos altos, paredes de ladrillo y un mural gigante con el logo de Ghost5 pintado por fans. Aunque eran cuatro integrantes, el nombre nunca cambió. Formaba parte de su historia, pero hoy eso no era importante.
Kai ya estaba ahí, ajustando los platillos de la batería con precisión obsesiva.
—Llegas tarde —dijo sin levantar la mirada—.
—Son las once en punto.
—Son las once con dos minutos. Tarde.
Dylan dejó la mochila en su rincón habitual y se sentó en el sofá.
—¿Y los demás?
—Leo dijo que venía en camino. Noah no contestó, así que probablemente está filosofando en su balcón.
—¿Otra vez con sus teorías sobre el sonido como energía espiritual?
—Esta semana defiende el silencio como forma de protesta.
Dylan se rió. Kai era el más serio del grupo, pero también el más leal. Acompañaba la banda desde antes de que tuviera nombre.
Diez minutos después llegó Leo, el bajista, con una bolsa de pan dulce y una sonrisa interminable.
—¡Buenos días, criaturas del caos! —anunció al entrar—. Traje azúcar para compensar nuestra falta de talento.
—Perfecto —respondió Dylan—. Así no tendremos que fingir que ensayamos bien.
Leo dejó la bolsa sobre la mesa y se tiró en el sofá.
—¿Y Noah?
—Desaparecido —contestó Kai—.
—¿Otra vez?
—Sí.
A los cinco minutos apareció Noah. Camisa abierta, gafas de sol y una libreta en la mano.
—Estaba escribiendo —dijo como si eso lo justificara todo.
—¿Algo útil? —preguntó Kai.
—Algo hermoso —respondió Noah, impasible.
El ensayo empezó entre risas y bromas con una versión desastrosa de “Kilómetro cero”, la primera canción del álbum. Dylan cantaba con energía, pero su mente estaba en otro lugar: pensaba en Nina, en la reunión, en cómo ella lo había mirado y en la condición de colaboración que aún no comprendía del todo.
—¿Estás bien? —preguntó Leo mientras afinaba el bajo.
—Sí, solo pensando.
—¿En ella?
Dylan lo miró.
—¿Quién?
—Nina Vargas. Vimos la entrevista. Sabemos que vas a trabajar con ella. ¿Y?
—Y nada. Solo… no sé qué esperar.
Kai se acercó.
—¿Te intimida?
—Un poco.
—¿Por qué?
—Porque ella no canta, confiesa. Y no sé si estoy listo para eso.
Noah se sentó en el suelo, cruzó las piernas y lo observó.
—Entonces no trates de impresionarla. Ve a aprender.
Dylan asintió.
—Eso haré.
Pasaron a “Sin brújula”, una de las canciones más comentadas del álbum. Era intensa, con un puente que Leo describía como “una conversación entre el bajo y el corazón”. Kai lo detestaba, Noah lo respetaba, y Dylan lo cantaba como si atravesara una tormenta.
—¿Podemos cambiar el tempo en el segundo verso? —propuso Kai.
—¿Por qué?
—Siento que se cae, como si la canción perdiera fuerza.
—¿Y si en vez de fuerza gana vulnerabilidad? —sugirió Noah.
—¿Y si en vez de discutir tocamos? —dijo Leo.
Volvieron a tocarla. Dylan cerró los ojos. No pensó en la letra, sino en lo que no decía: en lo que Nina podría escuchar y en lo que aún no sabía cómo mostrar.
Al terminar, hubo silencio.
—Esto suena mejor —dijo Kai.
—Esto suena real —añadió Leo.
—Esto suena a martes —bromeó Noah.
Se rieron, no por la frase, sino por el instante compartido.
El resto del ensayo se convirtió en improvisación: nuevas ideas, acordes inesperados. Leo propuso una línea de bajo sacada de una película de espías, Kai la transformó en ritmo y Noah anotó una frase:
“Hay días en que el mapa no sirve, pero el instinto sí.”
Dylan la repitió en voz baja.
—Esto… es un comienzo.
Leo chasqueó los dedos.
—Ese es el título de la próxima canción.
Kai negó con la cabeza.
—Es una excusa para no planear nada.
Noah sonrió.
—Es lo que somos.
El ensayo terminó sin conclusiones, pero con algo nuevo flotando en el aire. No era una canción ni una idea: era una sensación.
Dylan guardó la última progresión en la mezcladora mientras Leo dejaba el bajo y exclamaba que merecían una cerveza por lograr algo más que ruido. Kai levantó la cabeza y recordó que mañana había sesión con Nina, así que mejor descansar, aunque Noah ofreció quedarse para explorar más ideas hasta que saliera el sol. Entre bromas y miradas cómplices, pactaron verse en la noche en el estudio para pulir los nuevos acordes, y cada uno recogió su equipo con la sensación de haber encontrado algo inesperado. Dylan se quedó solo en el estudio. Los otros se fueron. Él abrió su libreta, escribió una frase:
Una vez solos, Dylan se quedó frente al mural. Sacó la libreta y escribió: “No quiero entenderla. Quiero que me deje entrar sin romper nada.” Cerró el cuaderno, respiró hondo y pensó en la cita de mañana a las cinco con Nina. El sol de la tarde entraba por la ventana y el calor pegaba contra la piel, recordándole que los mapas podían esperar; ahora importaba llegar solo con respeto y la voz preparada para escuchar.
Caminó unas cuadras buscando un café tranquilo y lo encontró en un local con mesas de madera y una planta colgante que desafiaba el calor. Pidió un espresso doble y revisó el mensaje de su manager: “Mañana a las 5, estudio de Nina. No llegues tarde.” Sin dirección, sin más detalles; como si el universo le entregara las claves y lo obligara a confiar.
Bebió el café amargo y pensó en ella. No en su música. En su forma de estar en el mundo. En cómo, durante la entrevista, había respondido con pausas. Como si cada palabra tuviera que pasar por un filtro emocional antes de salir. Él no era así. Él hablaba, cantaba, improvisaba. Pero algo en ella lo obligaba a frenar. A pensar.
Tomó el café. Amargo. Fuerte. Como lo necesitaba.
Sacó los auriculares y puso una canción de Corriendo sin mapa. "Kilómetro cero". La escuchó como si no fuera suya. Como si la hubiera encontrado por accidente en una playlist ajena. Y por primera vez, sintió que no le pertenecía. Que ya era de otros. De quienes la habían escuchado,cantado.
Eso lo tranquilizó.
Al volver al departamento, se dejó caer en el sofá y dejó que el techo le devolviera las preguntas: ¿qué decirle a Nina? ¿llevaba una canción o Una idea? ¿Nada?
Pensó.
Pensó en la línea de bajo de Leo, en la frase de Noah sobre el instinto, en el ritmo por el que Kai apostaba a ciegas. Pero, sobre todo, pensó en Julián.
No en lo que había pasado. En lo que no se decía.
Miró el rincón donde estaba la guitarra que nunca usaba. La que no afinaba. La que no prestaba. La que había sido de él.
No la tocó.
Solo la miró.
Decidió que lo único que iba a llevar era la libreta. Y la voz.
El resto, lo descubriría ahí.
Y luego cerró los ojos.
La mañana siguiente fue simple. Café, ducha, libreta en la mochila. No hubo ritual. No hubo ensayo. Solo la caminata hacia el estudio de Nina, que estaba en una “casa antigua” justo a unas dos cuadras de su empresa, Golden records, tenía una puerta de madera y una cortina blanca que se movía con el viento. Tocó el timbre y esperó. Ella abrió, Nina estaba ahí. Sin maquillaje. Sin expresión. Solo con los ojos atentos, como si ya supiera quién era, pero aún no decidiera qué hacer con eso.
—Hola —dijo Dylan.
—Hola —respondió Nina—. Adelante.
Se miraron.
No como extraños.
Como dos personas que sabían que algo iba a empezar, pero no sabían cómo.
Ella se hizo a un lado.
Él entró.
La puerta se cerró.