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No era una caja elegante. Era de cartón, reforzada con cinta, decorada con dibujos mal hechos y frases que solo ellos entendían: “Protocolo de emergencia emocional”, “Reglas para no volverse adultos aburridos”, “Cosas que no se pueden decir en voz alta”.

La enterraron debajo del árbol grande del parque, ese que tenía raíces como brazos y que, según Dylan, “guardaba secretos sin chismearlos”.

Dentro de la caja había cosas que no parecían importantes: una piedra que Julián decía que le daba suerte, una carta que Dylan escribió y nunca se atrevió a entregar, una lista de personas que les caían mal (con dibujos exagerados), y un papel que decía: “Si alguna vez uno de los dos se pierde, el otro lo tiene que encontrar. Sin importar cuánto tarde.”

No era un juego. Era un pacto.

Ese día, después de cubrir la caja con tierra, se sentaron sobre ella como si fuera un altar.

—¿Crees que alguien la va a encontrar algún día? —preguntó Julián.

—No. Y si lo hacen, van a pensar que éramos raros.

—L
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