Capítulo 2 POV Pavel

Alaska es un infierno helado para cualquiera que no haya nacido en sus entrañas, pero para Alexei, Roman, Leon, Sergei y para mí, es el lugar que nos forjó. Allí, el viento no solo corta la piel, también endurece el alma. No hay orgullo mayor que el de haber nacido en un pueblo enterrado en la tundra, donde el invierno es eterno y la muerte camina entre los copos.

La nieve perpetua y el viento cruel fueron nuestros primeros maestros, esculpiendo en nuestros cuerpos la resistencia y en nuestros corazones la lealtad. Desde que aprendimos a caminar, supimos que la debilidad era una invitación a desaparecer. Nuestra infancia estuvo marcada por el hielo, el trabajo y la disciplina. Crecimos en una casa construida por las manos firmes de nuestros padres, quienes nos enseñaron que la vida no concede derechos: se gana todo con esfuerzo.

Nuestra madre, la partera del pueblo, es la mujer más admirable que conozco. Su fuerza es silenciosa pero implacable, como una tormenta bajo la superficie del hielo. No nos acariciaba con palabras dulces, pero nunca nos faltó su amor. Lo vimos en la forma en que se levantaba antes que el sol para asistir un parto y volvía cubierta de sangre y nieve, solo para asegurarse de que tuviéramos comida caliente.

—A un hombre se lo mide por cómo cuida a su sangre —nos decía. —Pero también por su capacidad de no volverse piedra.

Tuvimos siete padres, todos hermanos entre sí. Formaron su propio clan y convencieron a nuestra madre de vincularse con ellos. Dos eran pastores de renos, dos pescadores, y tres trabajaban en la temida "Carretera de los Huesos". Nos criaron con manos endurecidas y valores firmes: honor, trabajo, lealtad. Aprendimos a cazar, a pescar, a resistir el frío sin queja alguna. Pero lo más importante fue esto: protegernos entre nosotros. En una tierra donde el hielo puede matarte mientras duermes, la familia era la única certeza.

—Si uno cae, caemos todos —nos decíamos entre nosotros.

—Pero si uno mata, todos lo sostenemos—contestábamos al unisón

La vida en Alaska nos moldeó. Pero fue la Nación quien nos dio un destino. Cuando la Academia de Chicago abrió una convocatoria, yo no dudé. Como el mayor, sabía que debía abrir el camino. Me destaqué entre los reclutas. Me convertí en asesino, interrogador y ejecutor, un oficio de gran honor y que lleva con orgullo quien ha sangrado para merecer su lugar.

Gracias a mi desempeño, mis hermanos ingresaron después. Fuimos formados como armas: fríos, letales, disciplinados. Dominamos desde el combate cuerpo a cuerpo hasta las técnicas de tortura con hielo. Aprendimos a obedecer sin cuestionar y a ejecutar sin dudar. Ser compasivo no era parte del entrenamiento.

Pero, aun así, nunca dejé de amar a mis hermanos. Lo haría todo por ellos. Lo saben. Yo lo sé.

Con el tiempo, nuestra influencia creció. Invertimos con inteligencia, asegurando que no solo nosotros prosperáramos sino también nuestro pueblo. Pero ni el dinero ni el respeto han cambiado lo que somos. Seguimos siendo hijos del hielo. El resto de la elite nos ha sugerido vincular a una mujer a nosotros, pero siempre rechazamos la oferta. Nunca nos ha interesado. No necesitamos a una mujer para saber quiénes somos ni para reafirmar nuestra lealtad a nuestra sangre.

Aun y que nuestra madre insiste también en que lo hagamos, no por obligación, sino porque quiere vernos compartir la vida con alguien que esté a nuestra altura.

—No busquen perfección —dijo durante nuestra última visita a Alaska, mientras servía sopa—. Solo alguien que los mire como yo los he visto siempre: con orgullo.

—Las mujeres de ahora no son como tú, madre —le respondió Alexei con sinceridad. —No hay quien iguale tu fortaleza.

—Entonces esperen —dijo ella con una media sonrisa—. Pero no esperen para siempre.

Nuestras noches seguían siendo compartidas con mujeres de consuelo, sin nombres ni promesas. La cercanía emocional era un lujo que no podíamos permitirnos.

—No me interesa compartir la cama con una mujer que espere un amor que no soy capaz de dar —dijo Alexei una vez, encogiéndose de hombros.

—No somos hombres hechos para eso —confirmo Leon.

O eso creíamos. Hasta que nuestra madre actuó.

Un día, al regresar de una misión, encontramos nuestros nombres en la lista del Proyecto de Vinculación. Había enviado los formularios, completado nuestros perfiles y hasta seleccionado preferenciales llenando las evaluaciones como si fuéramos nosotros. Fue Sergei, el menor quien lo descubrió. Pensamos que era un error, hasta que nos llamaron para decirnos que se había agendado una reunión para que conociéramos a nuestra candidata ideal. Alguien 100% compatible a nosotros.

—¿Cómo diablos lleno los formularios desde Alaska? Nisiquiera tienen acceso a internet en la cabaña— preguntó Leon, incrédulo.

—Es madre —dije — siempre sabe cómo ingeniárselas.

Ninguno de nosotros se atrevió a escribirle una carta para reclamarle. No porque estuviéramos de acuerdo, sino por respeto, después de todo era nuestra madre. Así que aceptamos la cita. Era lo correcto. Y media hora antes de la reunión, como quien enfrenta una amenaza silenciosa, abrimos el archivo que contenía el perfil de la mujer que, según el sistema, era nuestra “candidata ideal”.

No buscábamos conocerla. Solo queríamos darnos una primera impresión. La sorpresa fue brutal.

Cabello cobrizo, salvaje, con ondas que parecían nacidas del fuego. Piel clara, tersa, casi etérea. Y esos ojos... no eran azules, eran hielo fundido.

Cerramos el archivo de la pantalla digital sin leer el contenido, como si apagar su imagen fuera suficiente para devolvernos el control.

—Es solo una mujer más — les dije a mis hermanos. — Un rostro entre miles.

Hasta que llego el momento de conocerla y la puerta se abrió… y el aire cambió. Su entrada no fue ruidosa ni dramática. Fue letal. Como una tormenta suave que lo arrasa todo sin necesidad de anunciarse. Nos cortó la respiración y entonces lo sentí en el pecho. Si no teníamos cuidado seriamos devorados por su luz.

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