Cuando cruzamos la puerta principal, el cansancio se me clava en los huesos como un filo oxidado. Veinticuatro horas seguidas persiguiendo a esos malditos rebeldes, rastreando su rastro entre túneles, ruinas y redes encriptadas que parecen diseñadas para confundir incluso a los mejores.
Cada músculo me pesa como si hubiera sido arrancado y vuelto a coser en el lugar equivocado. El sudor seco me cubre la piel como una segunda capa de suciedad, y mis ojos apenas pueden sostener el peso de tanto insomnio.
Y aun así… algo no encaja.
Lo hemos hablado entre susurros, entre detonaciones y disparos, entre silencios incómodos frente a las fogatas tácticas del campamento temporal. Alexei y yo lo sentimos. Hay una irregularidad en todo esto, una fractura invisible que no encaja con la lógica criminal que debería sostener a un grupo rebelde. No son simples desertores. No son traficantes. No son militantes comunes. Sea lo que sea lo que estamos enfrentando… huele a traición interna. Pero todavía n