No creía en el destino, aunque mis padres siempre me aseguraron que todos teníamos uno. No fue hasta conocerla a ella que lo entendí… aunque inicialmente me quise negar a creerlo.
Natalia, nuestro sol.
Desde que la vi, supe que algo en mí se quebró sin remedio. No por debilidad, sino por fuerza contenida. Por esa necesidad brutal que despierta en mí con solo respirar cerca de ella. Y ahora… está aquí. En mi cama. A mi lado porque es mi mujer, mi esposa y la de mis hermanos.
La sábana blanca cubre nuestros cuerpos, pero entre nosotros solo hay una delgada barrera: su camisón de tela suave, casi transparente, que se aferra a su piel como si me desafiara a romper el último límite que aún existe entre nosotros.
Su respiración es lenta, tranquila. Aún no ha abierto los ojos del todo, pero sé que está despierta. Lo noto en la forma en que sus dedos se enredan entre las sábanas, en cómo sus piernas se estiran bajo la tela, rozando sin querer o tal vez queriendo mi cuerpo endurecido por el de