La primera vez que crucé las puertas de la Academia, sentí cómo el mundo que conocía se desvanecía detrás de mí. Las tierras heladas de Alaska quedaron atrás, tan imponentes y eternas como nuestros padres, pero incluso su dureza parecía pequeña comparada con lo que me esperaba más allá del umbral.
La Academia no era un colegio ni una base militar, era una maquinaria diseñada para moldear monstruos con control, para tomar el caos que vivía en nuestras mutaciones y darle forma, disciplina, objetivo. La tecnología era parte esencial de todo: muros que registraban tus niveles hormonales al caminar, drones invisibles que vigilaban cada reacción emocional durante las pruebas, implantes temporales para entrenar la conexión mental con los sistemas automatizados de defensa. Allí, incluso tus pensamientos eran puestos a prueba.
Desde el primer año supe que nací para ese lugar.
Otros necesitaban adaptarse. Yo no. Las pruebas de agilidad con realidad aumentada, los campos de batalla proyectados e