Verla en el altar me robó el aliento.
Natalia se veía exquisita. Su vestido blanco, discreto pero ajustado en los lugares correctos, acentuaba sus curvas sin necesidad de exageraciones. No había tela ni joyas que pudieran opacar su belleza natural. Sabía que llamaría la atención de cualquiera en la sala, y eso me llenaba de un malestar que no debería estar ahí. No debería sentirme así. Apenas nos hemos vinculado y ya este malestar se retuerce en mi pecho como un veneno lento. Es absurdo.
Ella ya es nuestra. Su firma está en el documento, el anillo en su dedo, el rastreador en su muñeca. No hay razón para que esta incomodidad me carcoma… pero lo hace.
Roman, como siempre, lo notó primero. Su postura se volvió más alerta. Pavel, sin decir nada, se aseguró de marcar su territorio con solo su presencia. Y yo no fui el único que se sintió así.
Desde el primer momento en que entramos al hotel, noté las miradas sobre ella. Miradas que no deberían estar ahí. Me obligué a mantener el control,