De repente, el hombre dio un paso rápido. Un alumno rezagado, absorto en su teléfono, se acercó a la puerta principal y tiró de ella para entrar. En ese instante fugaz, mientras la pesada puerta de cristal se abría, el hombre del sobretodo gris se deslizó justo detrás del estudiante, aprovechando la oportunidad. Fue un movimiento sutil y calculado, un instinto entrenado para no llamar la atención.
Ramiro sintió un vuelco en el estómago, un frío metálico que le recorrió la espina dorsal. Ya no era una intuición; era una certeza. Ese hombre había entrado a hurtadillas, y el objetivo no podía ser otro que Aura.
Salió del coche y cruzó la calle con una zancada resuelta, casi corriendo. Su mente, habitualmente enfocada en los tiempos y las marcas, ahora corría por un motivo vital. Al llegar a la fachada de cristal, se detuvo para componerse, inhalando hondo, antes de empujar la puerta y entrar.
La clase de práctica continuaba. Su mirada se dirigió inmediatamente al estudio donde había vist