Capítulo 12. Tormenta en la sangre
El muelle huele a hierro mojado y a mar bravo. La lluvia empieza como un aviso y luego cae en serio, golpeando las planchas metálicas con un ritmo que me enciende la piel.
Mi celular vibra. Es Lucía. Su voz suena muy preocupada y agitada. Todo mi cuerpo se tensa.
—Los hombres de tu padre se están moviendo —dice, sin rodeos—. Nadie sabe quién los mandó, pero van hacia el puerto. Dicen que es para «equilibrar a Morello».
Se me seca la boca. Si ya no es suficiente la situación en la que estamos, estos actúan para hundirnos más y no dejarnos vivir.
—Mantente fuera —respondo—. Y si ves a alguien de aduanas merodeando, me avisas.
Cuelgo rápido, pensado qué debo hacer. Siento la elección mordiéndome por dentro: obedecer a mi padre o cortar el hilo que nos ha sostenido a ambos demasiado tiempo. El viento trae olor a caucho y diesel. Yo no nací para mirar desde la baranda.
Camino hacia la oficina improvisada de Morello. Las luces interiores recortan su sombra. Abro la puerta sin pedir permiso.