57. El peso de los fantasmas
Salvatore
La casa del sur no tiene memoria de risas. Huele a humedad, a madera que se hincha cuando cae la tarde. Un cuadro cubierto por una sábana se arquea con la brisa que se cuela por las rendijas. En la cocina, una gota cae cada quince segundos y hace un reloj que nadie pidió.
Alejandro bebe de a sorbos y mira hacia ninguna parte. A mí el whisky me sabe a agua vieja. Enciendo un cigarro que no debería encender. Alessia dijo que nos escondiéramos. Obedecimos. Es raro escribir esa palabra en mi propia cabeza: obedecer.
—Van a venir —dice Alejandro sin mirarme.
—Siempre vienen —respondo.
Se acomoda el saco. Tiene los ojos bajos, la mandíbula apretada. Le tiembla un poco la mano que sostiene el vaso, y el hielo choca contra el vidrio con una paciencia que irrita.
La lámpara del pasillo parpadea. A veces lo hace formando una sombra que se parece a la de ella. La primera vez que la vi, Alejandra llevaba un vestido que no le había prestado nadie. Se lo había ganado haciendo que la ciuda