56. El rugido del cazador

Dante

La lluvia pone una piel nueva sobre la ciudad. No apaga nada; enfría los bordes. En la mesa tenemos el mapa abierto, pero hoy no busco rutas: busco respiraciones. La voz de San Telmo vuelve entera si cierro los ojos: una ese que se gasta y un segundo muerto antes de soltar números. No necesito su cara. Necesito su hábito.

—Hoy no habrá fuego —digo—. Hoy es de caza.

Enzo entiende. Raffaele también. Nadie pregunta a quién vamos a cazar. Si está adentro, lleva nuestras llaves en el bolsillo y nuestra comida en la boca. No grito, no golpeo la mesa. Pongo cinco papeles, idénticos en la primera línea, distintos en la tercera.

—Movimiento de prueba. Ruta Sur. Sin carga real —explico—. Nadie avisa nada por radio. Nadie improvisa nada. Si hay reacción, yo la miraré primero.

Los miro uno a uno. A cada cual le doy un dato que no repito: hora, portón, placa, callejón, seña. Cinco venas falsas alimentando un mismo músculo. Cierro la mano.

—Si alguno de estos puntos tiene ojos cuando lleguemo
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