Genoveva me despertó antes de que el sol alcanzara su esplendor. Había preparado el baño y traído algo especial para mí. Cuando mis ojos se posaron en mi cama, quedé sin palabras ante la delicada belleza del vestido que descansaba allí.
—¿Qué es esto? —murmuré, casi sin aliento—. Es... espléndido. Tiene los colores perfectos.
Ella rió con suavidad, una melodía baja y cómplice.
—Lo sé, querida. Lo enviaron anoche, de parte del joven William. Es para usted.
—¿Para mí...? —repetí, sin poder ocultar mi asombro.
—Sí. Recuerde que su padre mencionó que hoy tenía una reunión con él. Más tarde vendrá a la casa.
No dije nada, pero mi disgusto era tan evidente como el fulgor matutino. Genoveva se retiró con un susurro de pasos, dejándome sola con mis pensamientos. Decidí asearme, intentando encontrar algo de calma.
El agua tibia de la tina me envolvió, aliviando las tensiones de mi cuerpo, pero no las de mi mente. Mientras el vapor llenaba el baño, mi mente volvió a Bastian y la carta que había ocultado. ¿Debería leer la siguiente? La incertidumbre era un peso que se acumulaba en mi pecho.
Un impulso repentino me hizo salir del agua apresuradamente, con el corazón latiendo con fuerza. Me puse la bata y caminé hacia mi cama. Deslicé la mano hacia el escondite de la carta, temerosa de ser descubierta, y finalmente la tomé. Mi curiosidad venció al miedo. Comencé a leer:
"Je sais que tu es triste, ta mère me manque aussi, mais je peux t'aider. Tu dois juste me faire confiance. Venez me voir dans les extensions, à l'ouest de la forêt de Tizón. Venez me voir, s'il vous plaît."
"Sé que estás triste. Yo también extraño a tu mamá, pero puedo ayudarte. Sólo tienes que confiar en mí. Ven a verme en los ensanches, al oeste del bosque Tizón. Ven a verme, por favor."
¿Quién era Bastian realmente? ¿Por qué conocía a mi madre tan profundamente? ¿Desde cuándo? Mis pensamientos se agolpaban en mi mente como un torrente. ¿Cómo podía saber tanto sobre nosotros?
La familia, en apariencia, era intachable y célebre, pero la mayoría de las personas apenas conocían una fracción de nuestra historia. Todos parecían cegados por el aura de poder y la opulencia que emanaba de mi padre, incapaces de ver más allá de los oropeles.
Mientras mi mente se ahogaba en un torbellino de preguntas sin respuesta, la incapacidad para estructurar siquiera un pensamiento claro me paralizaba. Intenté calmarme, vestirme con rapidez, pero mis manos temblaban torpemente, incapaces de lograrlo. El papel de la carta volvió a arrugarse entre mis dedos cuando la escondí de nuevo, luchando por domar la respiración irregular que hacía eco en mi pecho. La incertidumbre se entrelazaba con una ansiedad asfixiante que, como una sombra persistente, dejaba tras de sí una estela de temor. Las emociones eran un caos que amenazaba con consumir mi juicio, pero el ruido distante —risa ajena— logró perforar esa burbuja opresiva en la que estaba atrapada.
Entonces, me di cuenta. Mi cuerpo entero temblaba, pero no podía ceder a una crisis ahora. Había demasiado en juego. Con un esfuerzo descomunal, aparté cada pensamiento y me forcé a continuar.
Colocarme el vestido resultó ser una tarea mucho más ardua de lo previsto, como si cada movimiento requiriera una coordinación que mi mente, ocupada en otros pensamientos, se negaba a ofrecerme. Apenas había terminado, no sin dificultad, cuando las risas subieron con claridad. Mi padre. Estaba con William, supuse, esa figura cuya sola presencia se me hacía intolerable.
Era momento de enfrentar la noche. Bajé las escaleras, dejando que mi gesto de disgusto se evidenciara en cada paso que daba. No había energía para pretender una sonrisa falsa; los encontré justo donde imaginé, al filo de las escaleras, como actores esperando su turno en escena. William sostenía un ramo de rosas maltratadas que reconocí inmediatamente. No había duda: provenían de los rosales de mi madre, arrancadas sin ceremonia.
Cuando estuve junto a ellos, mi silencio se alzó como un muro. Ellos esperaron palabras que no llegaron. Fue William quien rompió el vacío, adelantándose con su tono estudiadamente amable.
—Señorita Mariella, luce radiante esta noche —dijo, con voz azucarada que parecía más bien una mentira mal disimulada. Sabía que ni siquiera me había arreglado como se esperaba de mí.
Él extendió las flores hacia mí con una sonrisa, y mi lengua, traicionera, dejó escapar lo que mi mente intentó contener:
—¿Qué? ¿Acaso no tenías dinero para comprar unas?
Mi padre me miró, una mezcla de sorpresa y enojo cruzando su rostro ante mi respuesta.
—Discúlpala, William —se apresuró a decir, con una risita nerviosa—. Está tan nerviosa que ya ni sabe lo que dice. ¿Verdad, querida?
Tuve que contener una mueca de desagrado. ¿Querida? Jamás me había llamado así. Esas palabras, impregnadas con su voz irritante, flotaron en mi mente, provocándome un malestar inexplicable.
—Sí, demasiado nerviosa... ¿por ir al teatro, no? —repliqué con una sonrisa tensa, mirando a William.
Él soltó una carcajada, sin molestarse en disimular el desdén en su rostro.
—Me temo que esos no son los planes, señorita Mariella. Quiero pasar el día con usted, así que la llevaré a desayunar a mi casa.¿Le parece bien?
Intenté imitar su risita, añadiendo un tinte sarcástico.
—Bueno, no puedo negarme, ¿verdad? Así que vamos. Entre más rápido nos vayamos, más rápido podré volver.
En ese momento, Genoveva pasó cerca. Me acerqué sin dudar, sin importarme quién más estuviera presente.
—Tenga, nana —dije, extendiéndole las rosas con un gesto firme—. Póngalas en los rosales de mi madre o deshágase de ellas, como mejor le parezca.
Las miradas que me dirigieron fueron una mezcla de incredulidad y rabia contenida. Mi padre estuvo a un paso de perder el control y golpearme, lo vi en sus ojos. Pero antes de que pudiera intentarlo, tomé a William del brazo y lo dirigí al carruaje, ignorando cualquier protesta.
—Mariella, querida, sube, por favor —dijo él, su tono más suave, pero condescendiente.
Subí en silencio, sin ganas de prolongar el intercambio. Poco después, él hizo lo mismo, acomodándose frente a mí. Sus ojos parecían esperar algo; una palabra, quizá, o algún gesto que indicara interés. Pero no tenía intenciones de darle conversación. El trayecto se sentía interminable, envuelto en un silencio pesado y monótono.
Finalmente, tras un buen rato, William rompió el mutismo.
—¿Qué opina usted de la necesidad de vivir bien?
—¿Disculpe? —musité, levantando la mirada apenas, confundida por su pregunta.
—Sí —asintió—. Quisiera saber su opinión sobre el nuevo sistema que puse en la casa de su padre. Instalamos un novedoso alcantarillado, pavimentamos las calles que conectan su casa con la ciudad y colocamos luces hermosas en cada esquina posible del bosque.
Lo observé con cierto desdén mientras su rostro, radiante y satisfecho, se perdía en su entusiasmo. Cada palabra que salía de sus labios era irrelevante para mí; no importaba lo que dijera ni cuánto orgullo se reflejara en sus gestos. Mi único interés radicaba en un nombre: Bastian. Saber dónde vivía era la prioridad que ocupaba todos mis pensamientos.
—No lo sé —murmuré con desgano—, supongo que está bien.
Su sonrisa reveló una tranquilidad que bordeaba el orgullo. Parecía que mi breve respuesta había cumplido con sus expectativas.
El silencio volvió, pesado pero lleno de oportunidades. Decidí aprovecharlo para intentar descubrir algo más.
—Señor William —lo llamé con firmeza. Su mirada se clavó en la mía al instante—. ¿Sabe usted dónde quedan las residencias del bosque Tizón?
Una carcajada brotó de su pecho, despreocupada y ruidosa, como si mi pregunta hubiera tocado algún punto de humor en él.
—Es a donde vamos —respondió finalmente. Ante mi evidente desconcierto, añadió con una leve sonrisa—: Mi casa está allí.
Una alegría inesperada iluminó mi rostro. Creí que reencontrarme con Bastian sería mucho más complicado, pero la idea de estar tan cerca de su paradero transformó mi ánimo. El resto del camino se tornó más llevadero, casi placentero.
Al llegar al bosque, me encontré ante un escenario que superaba cualquier expectativa. Era infinitamente más hermoso que el de mi hogar. Las ardillas corrían por doquier, mientras los árboles gigantescos exhibían hojas de un naranja vibrante que parecía desafiar al tiempo. Las casas, aunque más pequeñas que la de mi padre, emanaban una calidez palpable, una energía que las hacía parecer llenas de vida y significado.
El carruaje se detuvo frente a una casa azul y blanca, cuya fachada era sencilla pero cautivadora. Aunque no hacía falta, William extendió su mano hacia mí para ayudarme a bajar. La acepté, más por cortesía que por necesidad, intuyendo que ser amable sería más prudente que rechazarlo.
La falta de conversación comenzaba a irritarme. Me dije a mí misma que debía intentar disfrutar el momento, aunque fuera en su mínima expresión.
—¿Ésta es su casa? —pregunté, dejando que mi mirada recorriera el entorno.
—Sí —respondió de inmediato, pero luego se corrigió—: Bueno, es de mis padres, pero algún día será mía.
En la ciudad, las herencias eran consideradas casi sagradas. Sin embargo, a mí me resultaban insignificantes. Jamás entendí el afán de las personas por acumular riquezas y bienes materiales. Era como un juego interminable, una competencia absurda por demostrar quién podía reunir más cosas que, al final, no garantizaban felicidad alguna.
Me quedé quieta, contemplando la colorida estructura frente a mí, perdiéndome en los detalles que hacían de aquella casa algo único.
—Adelante, Mariella —invitó con amabilidad.
La casa, llena de luz, ofrecía una atmósfera que rozaba lo mágico. Cada pared estaba adornada con cuadros exquisitos y jarrones de vidrio decorativo que contenían flores de todos los tipos. No había retratos familiares, pero la presencia de las flores compensaba cualquier ausencia, aportando vida y belleza a cada rincón.
—Se nota que se esforzó decorando, joven William —comenté, admirando los detalles.
—Gracias. Mi madre es una apasionada de las flores, pero creo que es algo normal, ¿no? Todas las mamás lo son.
—Sí, mi madre era igual —susurré, con la mirada perdida en el pasado—Si ella siguiera viva, estoy segura de que amaría tu casa.
William me guió al comedor con una gentileza casi ensayada. Movió la silla por mí y, cuando me senté, la acercó a la mesa con cuidado, como si cada gesto llevará consigo la tradición de una vida elegante.
—Mi mayordomo también acomodó la mesa —comentó con orgullo en su voz.
Mi mirada cayó sobre los cuatro platos perfectamente alineados en la mesa, y me pregunté para quién más estaría preparado todo.
—¿Quién más va a desayunar con nosotros?
—Mi madre y mi mejor Inicialmente también iba a estar mi hermana Freya pero al final dijo que tenia otra cosa que hacer
Asentí, mientras una mezcla de curiosidad y expectativa se acumulaba en mi pecho. Apenas había tomado asiento, cuando el sonido de la puerta interrumpió el silencio acogedor.
—¿Podría hacerme el favor de abrir la puerta, señorita Mariella?
La solicitud me tomó por sorpresa. No era mi trabajo, pero la manera en que lo dijo, con cierta formalidad, me convenció a regañadientes. Me levanté lentamente y caminé hacia la entrada.
Abrí la puerta y me encontré con un hombre que irradiaba confianza: su perfume llenaba el aire, y una sonrisa despreocupada danzaba en sus labios mientras miraba el reloj que sostenía en su mano.
—¿Bastian? —chillé, y mis palabras se fundieron con el impacto del momento.
Al escucharme, despegó sus ojos del reloj y los fijó en mí. Su mirada descendió desde mis pies hasta mi rostro, pausada, casi insolente, como si cada segundo estuviera destinado a desarmarme.
—Ese soy yo —murmuró, dejando que sus ojos volvieran a recorrerme con calma.
—¿Qué estás haciendo aquí? —pregunté, sintiendo cómo mi rostro comenzaba a arder con el peso de las ideas que surgían en mi mente. ¿Me había seguido?
—Vine a desayunar con mi amigo. ¿Puedo pasar?
Antes de que pudiera responder, William apareció detrás de mí, su efusividad desbordante casi me hizo dar un salto.
—¡Bastian! —gritó, y el volumen de su voz resonó como un eco. Qué alegría verte, pensé que no vendrías.
Me movió sin mucha delicadeza y le ofreció:
—Adelante, pasa. Están a punto de servir el desayuno.
Los dos se encaminaron al comedor, dejando detrás un rastro de familiaridad que me desconcertaba. Me quedé parada en la entrada, procesando lo incomprensible de la situación. Cerré la puerta con manos algo temblorosas y los seguí, aún abrumada por lo ocurrido.
Tomé asiento y poco después nos sirvieron el desayuno. Todo estaba decorado con tal perfección que parecía digno de una pintura: el aroma cálido y envolvente, los detalles en los platos como pequeños guiños de lujo.
—¿A qué se debe su visita, señorita Mariella?
Apreté el cubierto en mi mano, intentando encontrar estabilidad en el presente, y respondí con voz entrecortada:
—Voy a casarme con el joven William, y él me invitó para platicar un momento.
El rostro de Bastian se transformó de alegría a algo más sombrío, aunque intentó en vano recuperar su expresión inicial al darse cuenta de que William lo observaba.
Después de eso, William se convirtió en el único que habló. Nosotros asentíamos con pequeños comentarios que apenas rompían el silencio. Por momentos, mi mirada viajaba hacia él. A veces, lo encontraba observándome. Entonces desviaba los ojos rápidamente, fingiendo que nada había ocurrido.
—¿Saben qué? —mi futuro esposo murmuró, rompiendo la tensión—. El ambiente está demasiado apagado, permítanme poner algo de música. Ah, y por desgracia mi madre no se unirá al desayuno; no se siente disponible.
Se levantó de la mesa con elegancia y desapareció del comedor. Apenas había cruzado el umbral cuando la mirada confundida de Bastian se clavó en mí.
—¿Cómo que vas a casarte? —preguntó, desesperado.
Su voz traía consigo una mezcla de frustración y sorpresa. Me observaba fijamente, su ceño fruncido, esperando respuestas.
—¿Disculpa? Yo no soy quien debe dar explicaciones. Tú sí —contesté con firmeza—. Quiero respuestas ahora mismo. ¿Por qué me mandaste esas cartas?
—Quería ayudarte —respondió con evidente urgencia—. Pero no puedes casarte con él.
—Bastian, ni siquiera te conozco —repliqué.
—Pero yo a ti sí —afirmó, con una convicción que me dejó sin palabras—. Sé que hablas francés porque tu mamá te lo enseñó. Sé que detestas a tu padre y que tu madre era todo para ti.
—¡¿Qué?!
Me levanté de golpe, furiosa. Sentí el calor de mi ira apoderándose de mí.
—¿De qué estás hablando? No entiendo nada. ¿Cómo sabes todo eso?
Sin decir más, sacó del bolsillo de su chaleco una nota arrugada, desgastada por el tiempo. Sus manos temblaban ligeramente mientras la sostenía.
—Siéntate y léelo cuando puedas —susurró, con un tono casi suplicante—. No quiero que William se entere.
Cuando la tomé, el pánico me envolvió como una sombra. Quería saber qué contenía, pero al mismo tiempo, el miedo me paralizaba.
En ese instante, la música comenzó a llenar la casa, y William apareció en la habitación. Miré a Bastian, confundida, y decidí seguir comiendo, intentando ignorar el torbellino en mi interior.
—Lamento la demora, estaba buscando algo. Lo siento —dijo William con una sonrisa nerviosa.
Comimos en un silencio incómodo. Solo William hablaba, llenando el aire con palabras que parecían rebotar en las paredes. La tensión se aferraba a mis dedos, recorriendo mi cuerpo como un escalofrío, mientras mi mente no dejaba de maquinar posibilidades.
Cuando terminamos, William sugirió un paseo por el patio.
—Aquí jugarán nuestros hijos algún día, Mariella —dijo con orgullo, su sonrisa iluminando su rostro.
Le devolví el gesto, fingiendo entusiasmo para evitar problemas con mi padre. Pero sus palabras eran un eco distante. Su voz, un murmullo constante en mi nuca, comenzaba a agotarme.
Suspiré, harta de su interminable charla.
—Bueno —interrumpí—, creo que es hora de volver a casa, ¿te parece?
William asintió, desconcertado por mi repentino deseo de marcharme.
—Permíteme preparar el carruaje y avisar al cochero. No tardaré.
Tan pronto como se fue, me acerqué a Bastian, dejando apenas un espacio entre nosotros. Fue imprudente, pero no me importó.
—Leeré la nota —susurré—. Pero antes de irme, quiero saber algo.
Él esperó, expectante, mientras yo reunía el valor para preguntar:
—¿Por qué dices que estás interesado en mí?
No lo esperaba, pero mantuvo la calma.
—Porque lo estoy desde que te conocí —respondió con una sinceridad que me desarmó—. Mariella, desde niños supe que mi corazón te pertenecía. Cuando te volví a encontrar, me sentí irremediablemente atraído hacia ti.Y se que sonara raro pero no puedo dejarte ir
Fruncí el ceño, confundida por sus palabras. Estaba tan agotada que no podía procesarlas. Solo quería terminar esa conversación, irme a casa y descansar.
—Sabes que tengo que casarme con William —le recordé, con un nudo en la garganta.
Repetirlo hizo que su expresión cambiara, y eso me dolió más de lo que esperaba. Pero era la verdad, cruel e ineludible.
—Lo siento, Bastian, pero no puedo intentar nada contigo,mucho interesarme en conocerte
Él tomó mi mano y me atrajo hacia él. Mi cuerpo quedó pegado al suyo, y sentí los latidos acelerados de su corazón. Esa cercanía me hizo cuestionar todo.
—Solo dame una oportunidad —rogó, su voz cargada de esperanza.
Su mirada me destrozaba. Estaba tan llena de anhelo que me dolía pensar en herirlo.
—Aunque la tuvieras, jamás podría estar contigo, y lo sabes. Es mejor que no volvamos a vernos. Y si conocías a mi madre, gracias por lo que me dijiste de ella.
Me alejé lentamente, temiendo que un movimiento brusco lo rompiera en mil pedazos. O tal vez era yo quien estaba al borde de quebrarse.
No podía seguir es
perando a William ahí.
Entré a la casa, y la tristeza me inundó como una marea imparable. Algo en mi interior gritaba que estaba cometiendo un error. En el fondo, deseaba darle esa oportunidad que tanto anhelaba, porque yo también la quería.
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