Mi padre terminó de hablar, y los murmullos, como un susurro interminable, se elevaron en el aire pesado de la sala. William se acercó a él, intercambiaron palabras que nunca intenté escuchar; preferí agachar la cabeza, deseando que el suelo me tragara, y evitar cualquier mirada inquisitiva.
—Dame la mano, por favor —pidió una voz familiar, pero quebrada.
Levanté la vista, y ahí estaba él, delante de mí, con una sombra de tristeza en sus ojos, tan honda que parecía arrastrar el mundo entero. Su mano temblaba como las ramas de un árbol en una tormenta.
Avergonzada por lo que había sucedido, me puse de pie apresuradamente, ignorando la ayuda que me ofrecía. Era un acto de rechazo, una necesidad urgente de escapar. Quería huir, lejos de aquel mar de rostros, lejos de esa sala asfixiante.
Corrí. Corrí sin mirar atrás, como si al hacerlo pudiera dejar atrás la pena que me invadía. Las lágrimas, crueles compañeras, obstruían mi visión, y mi torpeza terminó por traicionarme: tropecé con un