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Capítulo 6:Las Cartas

Mi padre terminó de hablar, y los murmullos, como un susurro interminable, se elevaron en el aire pesado de la sala. William se acercó a él, intercambiaron palabras que nunca intenté escuchar; preferí agachar la cabeza, deseando que el suelo me tragara, y evitar cualquier mirada inquisitiva.

—Dame la mano, por favor —pidió una voz familiar, pero quebrada.

Levanté la vista, y ahí estaba él, delante de mí, con una sombra de tristeza en sus ojos, tan honda que parecía arrastrar el mundo entero. Su mano temblaba como las ramas de un árbol en una tormenta. 

Avergonzada por lo que había sucedido, me puse de pie apresuradamente, ignorando la ayuda que me ofrecía. Era un acto de rechazo, una necesidad urgente de escapar. Quería huir, lejos de aquel mar de rostros, lejos de esa sala asfixiante. 

Corrí. Corrí sin mirar atrás, como si al hacerlo pudiera dejar atrás la pena que me invadía. Las lágrimas, crueles compañeras, obstruían mi visión, y mi torpeza terminó por traicionarme: tropecé con una raíz que se aferraba obstinada al suelo. Caí, con una mezcla de dolor físico y emocional, cubriéndome de tierra. Pero no importaba; todo, absolutamente todo, ya era un desastre.

Me quedé ahí, tirada entre la tierra y el abandono, llorando sin consuelo. Mi mente clamaba por ella, por mi mamá, por su presencia cálida y reconfortante. La necesitaba más que nunca, en este momento de infinita fragilidad.

De pronto, escuché pasos aproximándose. El miedo me recorrió como un escalofrío, y mi instinto me empujó a esconderme detrás de un árbol. 

Los pasos eran lentos, deliberados, casi diría que indiferentes. Su respiración permanecía calmada, como si la rabia no hubiera agitado su pecho. Pero sabía que la tormenta estaba cerca.

—¡Tú me obligaste a hacerlo! ¡Si hubieras sido una buena hija, nada de esto habría pasado! —gritó, rompiendo el silencio con un filo que cortaba hasta los huesos.

Aguanté los sollozos, reducida a la quietud. Su presencia se volvía un peso, una sombra que no podía ignorar.

—¿Qué más puedo esperar de ti, si eres igual que tu estúpida madre?

Ese veneno repetido, esa provocación infinita, me tenía harta. La rabia comenzó a arder, y como un fuego descontrolado, me consumió. Y fui tonta, tan tonta, como para salir de mi escondite.

—¿Igual que mi madre? —repetí, enfrentando la tormenta con palabras que sabían a verdad—. Yo daría todo por ser como ella. No entiendo cómo pudo aguantar tanto de un hombre egoísta como tú y aún así encontrar la forma de ser feliz.

Se acercó con pasos despreocupados, una calma inquietante que me heló la sangre. No podía creerlo.

—¿Crees que aguantó? Mariella, ni siquiera sabes lo que pasó aquella noche. Vives de las especulaciones que tu mente ignorante crea. Nunca conociste a tu madre; al menos, no de verdad.

—¡No voy a dejar que difames su nombre, ¿me oyes?! Ella era una mujer fuerte. Estoy segura de que le hiciste algo, así como lo haces con nosotras.

Su rostro cambió de golpe. Por primera vez, lo vi al borde del llanto. Algo de lo que dije le dolió, aunque no pude descifrar qué.

—¿Quieres darme ese papel? ¿Tanto deseas que sea el villano?

Se acercó aún más, tanto que pude sentir su aliento mezclarse con el mío.

Tomó mi cabello con una fuerza brutal. A pesar de que clavé mis uñas en sus brazos y me resistí con todo lo que tenía, no logré soltarme.

—Bien, seré el malo.

—¿Qué vas a hacer? ¿Golpearme otra vez? ¡Tus amenazas no funcionan conmigo!

—No, pero sé lo que sí servirá para que aprendas.

Me arrastró hasta mi cuarto y me lanzó al suelo. Salió y cerró la puerta con llave.

Intenté abrirla, desesperada. Pero no pude. El miedo comenzó a aflorar en mi pecho, nublándome los sentidos.

¿Cómo podía alguien llegar a estos extremos?

Abrí la ventana. La altura era considerable, demasiado para saltar. Retrocedí, temblando.

La ansiedad me carcomía mientras esperaba que la puerta se abriera de un fuerte golpe. El tiempo pasaba y nada sucedía. Eso me hacía pensar que lo que me esperaba sería peor de lo que imaginaba.

Al pasar un rato, volví a asomarme a la ventana y vi a toda la gente de la fiesta saliendo de la casa. Una mini oleada de tranquilidad me abordó al pensar que tal vez se habían olvidado de mí. Pero, en cuanto ya no hubo nadie en casa, sin aviso abrieron la puerta. Me sonrió y metió a mi hermana al cuarto agarrándola del cabello.

—¡Olivia! —grité sin contener las lágrimas. Se me quebró el corazón al verla así.

Mi padre la puso de rodillas ante mí. La cara de mi hermana reflejaba un terror que jamás le había visto. Olivia temblaba bajo nuestros pies; se notaba lo mucho que había llorado. Maldije a Alessandro en mi cabeza.

—Estoy cansado, Mariella—dijo—. Parece que solo vives para provocar mi furia. Me insultas y te crees suficiente como para intentar retarme; minimizas mi poder, ignoras mi autoridad y me haces perder la paciencia.

Me quedé estática. Él empezó a quitarse el saco, luego el reloj, y subió las mangas de su camisa.

—La perdí. Y ahora es momento de que entiendas que eres insignificante e incapaz de ir contra mí.

Sin previo aviso, dio un puñetazo contundente al rostro de Olivia.

—¡No!

Intenté detenerlo, pero con un empujón logró dejarme en el piso a mí también. La siguiente vez no fue tan gentil, y el golpe que me atestó me cortó el labio. Paralizada, vi cómo le daba uno, dos y tantos golpes que perdí la cuenta. La sangre empezó a correr en algún momento. Alessandro pareció ni siquiera notarlo y continuó como la maldita bestia sin absoluto control que era. Su camisa estaba salpicada de sangre y su cara también, pero eso no lo detuvo por un rato.

Cuando estuvo satisfecho, me miró. Sus ojos cambiaron de inmediato, revelando la presencia de la bestia que siempre había temido.

—No te lo voy a advertir otra vez, Mariella. Por el bien de ambas, que sea la última, ¿quieres? O tu hermana seguirá pagando por tus errores.

Con una calma perturbadora, se puso el saco, acomodó su cabello y guardó el reloj en su bolsillo. Actuaba como si nada hubiera pasado, como si Olivia, su propia hija, no estuviera sangrando en el suelo, luchando por cada aliento.

Salió de la habitación, dejándonos en un silencio que pesaba como una lápida. Ni siquiera tenía fuerzas para llorar. Con esfuerzo, me arrastré hasta mi hermana, sujeté su cabeza y la coloqué cuidadosamente en mis piernas.

—Lo siento, Olivia. Todo esto ha sido mi culpa... —sollocé, sintiendo cómo las palabras se quebraban en mi garganta—. De verdad lo lamento mucho.

Olivia abrió los ojos con una lentitud que me desgarró. Su mano temblorosa, cubierta de sangre, se posó en mi rostro. A pesar de todo, me miró con una dulzura que no merecía.

—No es tu culpa, Mari —susurró, y pude ver la sangre en su cara, las marcas, el dolor que la consumía—. Yo... te quiero mucho y...

—No te esfuerces en hablar —la interrumpí, incapaz de soportar verla en ese estado.

Genoveva entró de repente, ahogando un grito que resonó en la habitación como un eco de horror. Su rostro reflejaba una mezcla de incredulidad y desesperación. Tiró lo que llevaba en las manos y corrió en busca de algo que pudiera detener la hemorragia.

Esa noche, no la dejamos sola.

Mentiría si dijera que dormí. La luz del día que entraba por mi ventana ya no me parecía hermosa, ni siquiera los pájaros que alguna vez admiré logran consolarme. Ahora, solo podía sentir enojo, rencor y un odio visceral hacia el hombre que decía ser mi padre.

Me levanté, impulsada por una mezcla de preocupación y rabia, y fui directo a la habitación de mi hermana. Al entrar, ella saltó de la cama, asustada.

—Buenos días, Olivia. ¿Cómo estás?

Ella suspiró, intentando calmarse.

—Estoy bien —murmuró, y luego intentó sonreír—. Aunque aún me duele la cara.

Su rostro era irreconocible bajo los golpes.Uno de sus ojos permanecía cerrado, hinchado y morado, mientras el otro, enrojecido, parecía al borde del llanto. Su boca estaba inflamada y manchada con rastros de sangre seca; la piel, antes blanca, ahora era un mosaico de tonalidades púrpuras y azuladas. 

Sabía que el dolor físico sería insoportable, pero lo que realmente me preocupaba era su corazón: frágil, destrozado, vulnerado hasta un punto que las heridas externas nunca podrían mostrar.

Suspiré con fuerza, sintiendo la pesada carga de la impotencia.Era mi turno de intentar reconstruir lo irremediable.

—Tal vez un paseo por el jardín te haga bien —sugerí con la voz entrecortada, esforzándome por sonar optimista.

Ella tomó mi mano con suavidad, pero su mirada era fija, vacía.

—No voy a salir así. Parezco un monstruo —susurró, como si al decirlo confirmara sus peores miedos.

Me arrodillé frente a ella, buscando sus ojos con los míos.

—El monstruo fue él. Tú no debes temerle a la mirada de nadie. Sigues siendo tan hermosa como siempre, incluso ahora. 

Pero no respondió. Desvió su atención hacia la ventana.La luz pálida que entraba parecía aplastarla más.

—¿Puedes traerme algo de comer, por favor? —murmuró al fin.

Me levanté, sintiéndome inútil, y me dirigí a la cocina. Genoveva, como siempre, estaba allí. Su silencio me sorprendió; ella nunca dejaba de hacer preguntas, y aún más en un día como este. Ni siquiera mencionó a Olivia.

—¿Todo está bien, nana? —pregunté, extrañada.

Me miró con una mezcla de ira y preocupación. Con un movimiento firme, tomó mi brazo y me llevó a la pequeña habitación donde almacenábamos el trigo, las verduras y otras provisiones.

—Adoro que confíes en mí, pero no abuses, Mariella —me reprendió en un murmullo apremiante—. Puedo meterme en un problema muy serio si tu padre llega a descubrirlo.

Fruncí el ceño, desconcertada.

—Nana, ¿de qué estás hablando? No entiendo nada.

Sin responder, sacó dos cartas escondidas entre sus ropas y me las entregó. Sus manos temblaban ligeramente.

—El chico que estuvo aquí ayer me pidió que te las diera —dijo en un susurro apenas audible.

La miré fijamente, tratando de comprender. 

—¿De qué chico hablas, nana? —pregunté, el corazón latiendo con fuerza.

Estaba a punto de decirlo, pero se contuvo.Luego, ruidos perturbadores rompieron el silencio, y salimos del cuarto, fingiendo una tranquilidad que estaba lejos de nuestra realidad.

Más tarde, me entregó el desayuno para Olivia: fresas bañadas en miel, una pequeña porción de leche y pan. Subí con cautela a la alcoba y se lo ofrecí. Olivia comenzó a comer, mientras yo me retiraba con la excusa de buscar algo. Apenas llegué a mi habitación, cerré la puerta con llave y, con las manos temblorosas, abrí una de las cartas.

"Chère et belle Mariella,

Je suis désolée que notre rencontre n'ait pas été très belle.

Mais ne doute à aucun moment que tu es la plus belle femme que j'ai jamais vue de ma vie, et c'est pourquoi je suis prêt à t'aider avec ce qui te tourmente l'esprit.

J'espère une réponse rapide.

Cordialement votre amoureux, Bastian."

"Querida y hermosa Mariella, lamento que nuestro encuentro no haya sido muy bello.

Pero no dude en ningún momento que usted es la mujer más hermosa que en mi vida ví. Y por lo tanto estoy dispuesto a ayudarle con eso que atormenta su mente.

Espero una pronta respuesta.

Atentamente su enamorado, Bastian."

¿Bastian?. Su nombre resonaba en mi mente con una inquietud palpable. Dejando de lado el contenido de la carta, me perturbaba cómo él sabía francés… y, más inquietante aún, cómo sabía que yo también lo entendía.

Las posibles respuestas a este enigma me llenaban de terror, así que escondí la carta con prisa. La tentación de abrir la otra que me faltaba era fuerte, pero el impulso de enfrentar a Bastian era más apremiante. Quería respuestas.

Cuando el sonido de las escaleras rompió mi frágil calma, actué por instinto. Escondí todo rápidamente y, con el corazón acelerado, quité el seguro de la puerta justo antes de que él entrara.

ㅡ¿Por qué estaba cerrada esta puerta?

Lo miré directo a los ojos, mi expresión fría y vacía. Mi padre había perdido mi cariño y mi respeto. Me esforcé por ocultar cualquier rastro de miedo.

ㅡQué difícil eres ㅡmurmuró con desganoㅡ. En fin, mañana irás de paseo con William. No quiero escuchar ninguna excusa.

Asentí.

ㅡPor supuesto, padre

Me observó por un instante, con una mezcla de sorpresa y algo que no logré descifrar. Sin pronunciar palabra, se dio la vuelta y abandonó mi habitación, dejando tras de sí un silencio que parecía resonar más fuerte que cualquier grito.

Sentía una necesidad urgente de encontrar alivio, de liberar mi mente de ese caos que se acumulaba como una tormenta implacable. Mi cabeza era un laberinto de pensamientos que chocaban entre sí, incapaces de encontrar salida.

Decidí preparar un baño, un ritual que prometía calma. Frente a la ventana, dejé caer las barreras de mi ropa, permitiendo que el sol acariciara mi piel desnuda. Su calor se extendía como un abrazo silencioso, y por un momento, me sentí parte de algo más grande, algo eterno. Con una mano recorrí mi cuerpo, no con vergüenza, sino con una curiosidad casi infantil, como si intentara redescubrirme. Desde ese día, me prometí buscar la libertad, aunque fuera bajo el disfraz de una apariencia ilusoria.

La ventana se convirtió en mi refugio. La brisa jugaba con mi cabello, la luz pintaba sombras en mi piel, y el paisaje se desplegaba ante mí como un cuadro vivo. Cada sensación se entrelazaba, llenándome de una felicidad que no sabía que podía existir. Era como si, por primera vez, mi cuerpo y mi alma estuvieran en sintonía, abiertas a un mundo lleno de posibilidades.

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