Horas más tarde, Natalia irrumpió en la habitación con el corazón golpeándole las costillas. El lugar olía a humedad y metal oxidado. La luz temblaba, parpadeando sobre el rostro del hombre atado a una silla de madera en el centro del cuarto.
Su sonrisa, fría y triunfal, fue lo primero que él vio.
—No me lo puedo creer… —murmuró despacio, saboreando cada palabra—. Que tú también te hayas unido a esta traición.
El sujeto, un miembro de la familia Farretique, levantó la mirada con desprecio.
—¿Por qué hicieron esto? —preguntó ella, acercándose un paso más, su voz tan tensa que apenas era un susurro.
—A ti no te voy a decir nada, ¡zorra! —escupió él con furia.
El escupitajo le alcanzó el muslo, tibio y asqueroso. Natalia frunció el ceño con repugnancia. Uno de los hombres aliados a Alessandro se adelantó de inmediato, ofreciéndole un pañuelo. Ella lo tomó con elegancia helada, limpió la mancha con calma y lo arrojó a un lado.
—Qué lástima… —dijo en voz baja, inclinándose hasta quedar f