Alessandro seguía en cautiverio, encerrado entre las húmedas paredes de una mazmorra que olía a hierro oxidado y desesperanza. El aire era espeso, casi imposible de respirar. Se había quedado sin uñas de tanto arañar el suelo de piedra, intentando no perder la cabeza mientras la oscuridad lo envolvía.
Pensaba en lo peor.
Marcello lo había traicionado.
Apretó los dientes, una sombra de rabia cruzándole el rostro. La Familia… su familia, no sobreviviría sin él. Si no estaba al mando, todo se vendría abajo como un castillo de arena. Lo sabía. Lo sentía.
Y lo peor de todo era la certeza de su destino: ya no era útil ni para Anabella ni para Marcello. Su vida había dejado de tener valor. Lo único que le quedaba era la muerte, y la esperaba con una serenidad amarga, como quien sabe que no hay redención posible.
Al menos —cerró los ojos, dejando escapar un suspiro que le tembló en los labios—, Natalia estaba a salvo. Mi Natalia. Ella y su hijo estaban lejos de todo aquel infierno. Nada de la