—¿Fuiste tú la que envió a sus matones para secuestrarme? —preguntó Natalia con una ironía que intentaba ocultar el temblor de su voz. Se incorporó con esfuerzo, apoyándose en los codos, y alzó el mentón como quien aún reclama dignidad.
Anabella se detuvo en la puerta, cruzó los brazos y clavó en ella una mirada fría.
—Sí—dijo con desdén—. Es la forma de quitarme de encima a los estorbos.
Una oleada de vergüenza y rabia recorrió a Natalia. ¿Cómo había sido tan ingenua? Le había hecho sitio en su vida, le había dado confianza; y aquella mujer, envenenada por ambición, le devolvía crueldad. Pero la droga le había quedado a medias; la adrenalina empezaba a encender sus sentidos y la sacó del letargo en el que la habían sumergido.
—Eres una enferma —gritó, la voz rota por la furia—. Una persona con algo de juicio no haría una locura así.
Anabella sonrió, ladeando la cabeza con una mueca que pretendía ser condescendiente. Caminó despacio hacia la cama, los tacones marcando el silencio, y e