Anabella dejó escapar una carcajada corta, llena de veneno, y contempló a Natalia con el regocijo de quien acaba de arrebatar una victoria irrecuperable. Se sentía dueña del momento: había borrado la sonrisa de seguridad de la mujer, esa que se había alimentado de creer que Alessandro le pertenecía. “La única mujer en la vida de ese hombre soy yo”, se dijo orgullosa por dentro.
—Te lo dije: Alessandro es mío —dijo, clavándole la mirada—. Siempre lo será. Y aunque te revuelques en la cama con él, su corazón seguirá siendo mío.
Con un gesto teatral, le arrebató la tablet de las manos a Natalia, que no podía apartar los ojos de las fotos. El dispositivo quedó entre los dedos fríos de Anabella como una prueba más de su triunfo.
—Sois unos miserables —sollozó Natalia, la voz rota por el dolor—. Sois tal para cual.
Anabella rió, una risa corta que sonó a cuchillo.
—Al fin lo entiendes, niña. —Su tono no tenía piedad.
La decepción y la rabia ardían en el pecho de Natalia como una antorcha. E