CAPÍTULO 8

El eco del vaso roto aún resonaba en la sala. Joseline no apartaba la vista del vino derramado que chisporroteaba contra la piedra como ácido. El silencio era un cuchillo. Los consejeros se miraban entre sí con miedo, mientras los Alfas tensaban los músculos como lobos listos para atacar.

El líder de ojos dorados golpeó la mesa con el puño.

—¡Alguien dentro de estas murallas intentó envenenar a la Reina!

Un murmullo estalló entre los presentes, pero ninguno se atrevió a hablar. Joseline sintió el calor subirle a la piel: no solo era blanco de monstruos y profecías, sino también de su propia gente.

—¿Cómo puedo reinar sobre quienes quieren verme muerta? —preguntó en voz baja, sin apartar la mirada del vino corrompido.

El silencio fue su única respuesta.

Cuando los consejeros fueron expulsados, los tres Alfas quedaron con ella en el salón. La tensión era insoportable.

El Alfa oscuro, con esa sonrisa peligrosa, se acercó demasiado.

—Te lo dije, pequeña. El poder no se comparte. Te temen porque saben que podrías consumirlos con un solo aliento.

El joven Alfa lo empujó con furia.

—¡Cállate! Nadie la tocará mientras yo respire.

Los dos se enfrentaron pecho contra pecho, rugiendo como bestias, hasta que el líder intervino, su voz como un trueno.

—¡Basta! —Sus ojos dorados se clavaron en Joseline—. Si no aprendes a protegerte, si no dominas ese fuego, no necesitarán asesinos. Tú misma serás quien nos destruya.

Joseline sintió el golpe de sus palabras. Él no hablaba con ternura, sino con crudeza. No la veía solo como Reina, sino como una amenaza latente. Y en ese momento entendió que, incluso para sus guardianes, ella era un arma que podía volverse contra ellos.

Esa noche, sola en sus aposentos, no logró dormir. Cada rincón del castillo parecía lleno de ojos ocultos. El veneno no había buscado su sangre… había buscado su corona.

******

La luna bañaba el patio en un resplandor plateado cuando Joseline volvió a sentir aquella presencia. No era el calor sofocante de los Alfas, sino una sombra diferente, familiar en su misterio.

El encapuchado apareció entre columnas derruidas, como si hubiera salido de las mismas brasas que aún ennegrecían la piedra.

—Reina del fuego… el veneno era solo el primer aviso.

Joseline lo enfrentó con las manos ardiendo, pero él alzó la suya mostrando la marca en el pecho, idéntica a la suya.

—No vengo a dañarte. Vengo a enseñarte lo que ellos nunca harán.

Ella dudó. Su voz tembló al preguntar:

—¿Quién eres realmente?

Él se quitó la capucha. Sus cicatrices parecían mapas de viejas batallas, y sus ojos brillaban como brasas apagadas.

—Fui guardián de la Reina anterior. La vi arder hasta que no quedó más que ceniza. Juré que no volvería a fallar.

Joseline sintió un nudo en la garganta.

—¿Quieres que crea que moriré igual que ella?

El encapuchado se inclinó, su voz grave como un eco de fuego.

—Morirás… si sigues confiando ciegamente en los Alfas. Ellos quieren tu poder, no tu vida. Yo, en cambio, quiero que lo domines antes de que te consuma.

Y entonces le mostró. Tomó su mano y la guió. El fuego en sus venas respondió de manera distinta, más dócil, como si lo reconociera. No rugía para destruir, sino para fluir.

—El fuego no es un arma —susurró él—. Es voluntad. No lo uses contra ti, haz que te obedezca.

Horas después, jadeante y con las manos aún brillando, Joseline lo miró con asombro. Había logrado encender llamas doradas sin perder el control.

—Ellos nunca deben saber que entrenas conmigo —advirtió el guardián—. Si lo descubren, creerán que eres su enemiga.

Antes de que pudiera responder, un sonido lejano la sobresaltó: pasos. El joven Alfa estaba buscándola. Joseline se volvió, pero el guardián ya había desaparecido, como humo entre la brisa.

Cuando el Alfa la encontró, ella sonrió débilmente para ocultar la verdad. Pero en su interior supo que su secreto podría costarle mucho más que la vida.

******

Los cuernos de guerra retumbaron antes del amanecer. Joseline despertó con el corazón en llamas. Desde lo alto de las murallas, vio la marea oscura avanzar: los Hijos de Ceniza marchaban de nuevo, pero esta vez con un líder al frente, un gigante de ojos carmesí y garras envueltas en fuego negro.

El líder Alfa rugió órdenes.

—¡Formen las defensas! ¡Protéjanla a toda costa!

Pero Joseline no aceptó esconderse.

—No soy una prisionera. Si mi fuego puede salvarlos, lucharé.

Los Alfas quisieron detenerla, pero el enemigo ya estaba sobre ellos. El choque fue brutal: gritos, acero, cenizas que cubrían el aire como tormenta.

Joseline extendió las manos y una llamarada dorada arrasó con decenas de criaturas. El campo se iluminó como un amanecer artificial. Los guerreros vitorearon su nombre… hasta que ella cayó de rodillas, exhausta, sintiendo que cada llama quemaba un pedazo de su vida.

El joven Alfa corrió hacia ella.

—¡No sigas, te está matando!

Ella lo miró con lágrimas y fuego en los ojos.

—Si me detengo, todos moriremos.

Y volvió a alzar las manos, lanzando una lluvia de fuego que desgarró al ejército enemigo.

Cuando todo terminó, la tierra era un mar de cenizas. Los Hijos de Ceniza se habían replegado, pero la victoria no fue limpia.

Entre los cuerpos caídos, Joseline reconoció a uno de los guerreros que siempre le había mostrado respeto, aquel que alguna vez la llamó Reina con sinceridad. Yacía carbonizado, aún con la espada en mano, habiéndola protegido hasta el último aliento.

Joseline cayó de rodillas junto a él, las lágrimas mezclándose con el hollín.

—No quiero más muertes por mi causa…

El líder de ojos dorados se inclinó a su lado, su voz grave.

—Tu causa es nuestra existencia. Cada vida que cae por ti… es el precio de la guerra.

Esa noche, mientras los demás celebraban, Joseline soñó con fuego. Veía sus manos consumirse, veía a los Alfas, a los guerreros, a todo el castillo arder hasta volverse cenizas. Y en el centro de las llamas estaba ella, sola, coronada por el mismo fuego que la devoraba.

Cuando despertó, comprendió la verdad: no luchaba solo contra enemigos de carne y ceniza. Luchaba contra un destino que quería verla arder.

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