El reino había cambiado.
Las murallas que antes eran negras por el hollín ahora brillaban con piedra renovada. Las torres reconstruidas se alzaban hacia el cielo, orgullosas, como cicatrices convertidas en fortaleza.
Joseline caminaba por las calles del mercado sin escoltas, solo con un manto sencillo que ocultaba la corona. Los aldeanos la reconocían igual, porque no hacía falta la joya dorada para saber quién era: las marcas en su piel, esos ríos de luz incandescente que surcaban sus brazos y cuello, hablaban por sí solos.
Los niños la seguían con risas y ojos curiosos. Algunos extendían la mano para rozar las cicatrices doradas. Joseline se detenía, los dejaba tocar y se reía con ellos. Nadie retrocedía con miedo. Nadie susurraba la palabra “traidora”. Ahora esas marcas eran “las huellas del sol”, como las llamaban con cariño.
Una anciana le ofreció una flor roja, nacida entre cenizas.
—Mi Reina… este fuego ya no nos asusta. Nos da esperanza.
Joseline sintió un nudo en la garganta.