La oscuridad la envolvía, densa, sofocante, como si se hubiera hundido en un mar sin fondo. El calor de la sangre aún quemaba en sus venas, expandiéndose como un incendio imparable. Joseline trató de gritar, pero de su garganta no salió sonido alguno.
Entonces aparecieron las voces. Murmullos primero, después rugidos. Voces que no eran suyas, pero que vibraban dentro de ella, exigiendo atención. "Defiéndelos." "Protégelos." "Condúcelos." El eco de aquellas órdenes golpeó su mente hasta que, de pronto, abrió los ojos. La sala ceremonial estaba en silencio, los Alfas observándola con expectación. El aire estaba impregnado de un aroma metálico, mezcla de sangre y fuego. Joseline jadeaba, con el pecho subiendo y bajando de forma frenética. El líder de mirada dorada se inclinó hacia ella, evaluándola con sus ojos intensos. —Ya está hecho. El pacto vive en ti. Joseline intentó ponerse de pie, pero sus piernas temblaban. Un cosquilleo recorrió sus manos y, al mirarlas, vio cómo destellos rojos y dorados chisporroteaban en su piel, como brasas ardiendo bajo la carne. Ella retrocedió horrorizada. —¿Qué… qué me está pasando? El Alfa más joven se adelantó, su voz suave, casi tranquilizadora. —No luches contra ello. El fuego es parte de ti ahora. Somos parte de ti. Ella negó con la cabeza, los ojos brillando de lágrimas. —Yo no pedí esto. No quiero ser un monstruo. El de cabello oscuro soltó una carcajada grave, cargada de ironía. —¿Un monstruo? No, pequeña. Acabas de convertirte en lo más valioso que existe. El líder levantó la mano para imponer silencio. Su tono fue firme, solemne: —No se trata de querer o no. Eres la Reina. Y ahora, por fin, tu poder ha despertado. ****** El sol apenas despuntaba cuando los Alfas la condujeron a través de un pasillo largo, custodiado por antorchas que parecían arder con más intensidad de lo normal. El eco de sus pasos resonaba como un presagio. Joseline apretaba los puños, intentando ocultar el temblor que recorría su cuerpo. Al final del pasillo, unas puertas enormes se abrieron con un chirrido metálico. Detrás, un salón circular se alzaba con majestad solemne. Las paredes estaban decoradas con tapices antiguos, escenas de batallas y coronaciones de otros tiempos. En el centro, un círculo de piedra esperaba a quienes se atrevían a hablar en nombre del poder. Allí estaban ellos: el Consejo de la Manada. Viejos Alfas de miradas frías y gestos severos, guardianes de la tradición. Joseline sintió el peso de cada mirada sobre su piel, como si quisieran desnudarla de toda dignidad. El líder de ojos dorados la guió hasta el centro del círculo. Su voz retumbó en el aire: —Hoy presentamos a la Reina. Un murmullo de desaprobación recorrió la sala. —¿Reina? —replicó un anciano de cabello blanco y mirada acerada—. ¿Esa criatura harapienta es quien pretenden coronar? Otro, de voz áspera, chasqueó la lengua con desdén. —Es una Omega. El destino nunca habría elegido a una de las más bajas para gobernar sobre nosotros. Joseline sintió la sangre hervirle en las venas. No era la primera vez que la llamaban menos, pero ahora esas palabras tenían un filo más cruel. Miró al suelo, intentando contener las lágrimas, pero el fuego dentro de ella comenzó a agitarse, rebelde. El Alfa de cabello oscuro, el de la sonrisa peligrosa, dio un paso al frente. —Cuiden sus palabras. Anoche ella selló el Juramento de Sangre. Está vinculada a nosotros. ¿Quieren desafiar lo sagrado? —Los juramentos pueden ser falsificados —escupió otro anciano—. El fuego de la Reina no es algo que pueda fingirse, pero tampoco lo hemos visto con nuestros propios ojos. El líder posó su mirada dorada sobre Joseline. —Muéstrales. Ella lo miró, incrédula. —¿Qué… qué se supone que haga? —Deja que el fuego hable por ti —dijo él con firmeza. El corazón de Joseline latía con fuerza. No sabía cómo hacerlo, pero algo en su interior le gritaba que debía intentarlo. Cerró los ojos, respiró hondo y dejó que aquella energía ardiente recorriera su cuerpo. De pronto, un resplandor surgió de sus manos. Llamas rojas y doradas se alzaron como serpientes de fuego, iluminando la sala con un fulgor cegador. Los ancianos retrocedieron, sus rostros reflejando asombro y temor. Joseline abrió los ojos, y sus pupilas brillaban con un fulgor ígneo que no pertenecía al mundo humano. El silencio se hizo espeso, hasta que uno de los más viejos murmuró, casi en un ruego: —La profecía… es real. El líder de ojos dorados sonrió apenas, satisfecho. —Ahora no hay dudas. La Reina ha despertado. ****** La reunión terminó, pero el veneno de las miradas hostiles aún quemaba en la mente de Joseline. Caminaba junto a los Alfas, con la garganta apretada y el pecho ardiendo. —Me odian —susurró al fin—. Nunca me aceptarán. El Alfa más joven, aquel de mirada profunda y voz suave, se colocó a su lado. —El odio es miedo disfrazado, Joseline. Y ellos… te temen. Ella lo miró de reojo, con el corazón latiendo más rápido de lo que quería admitir. —No quiero que me teman. El de cabello oscuro, caminando delante, soltó una risa grave. —Entonces tendrás que decidir, pequeña: ¿prefieres que te teman… o que te devoren? El comentario la hizo estremecer. No sabía si hablaba de los ancianos del Consejo… o de los propios Alfas que ahora la acompañaban. Una cosa era cierta: aquel mundo no pensaba regalarle nada. Si quería sobrevivir como Reina, tendría que aprender a pelear. Y el fuego en su interior estaba listo para arder.