Lo que sentía no era solo atracción, era admiración. Un anhelo silencioso de acercarme sin invadir, de cuidar sin imponer, de descubrirlo sin pedir nada a cambio.
Y, sin embargo, también tenía miedo. Miedo de desear algo tan frágil, que con solo mirarlo demasiado... pudiera romperse.
Las noches con el señor Mateo comenzaban a hacerse largas. No por lo que hacíamos, sino por todo lo que callábamos.
A veces hablábamos de Sofía. Otras, del clima, de libros, de lo que aparecía en las noticias.
Pero entre palabra y palabra se abrían espacios. Vacíos llenos de cosas que no sabíamos decir.
Miradas sostenidas. Sonrisas que apenas se asomaban.
Y las manos… Rozándose, como si temieran que cualquier contacto más firme pudiera deshacer el momento.
Una parte de mí quería entregarse a lo que empezaba a florecer. Pero otra, la que había aprendido a sobrevivir, mantenía los puños cerrados.
Porque las mujeres como yo no sueñan con finales felices. Las mujeres como yo... sobreviven.
Y, sin embargo, cua