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Me aseguré que la puerta del baño estuviera bien trabada antes de dejarme caer sentada al suelo, cubriéndome la boca con una mano para ahogar un gemido. Me faltaba el aire, y sentía que si aquello se prolongaba me iba a volver loca. Alcé las rodillas y las abracé con todas mis fuerzas, el corazón desbocado en el pecho que parecía de fuego.

Recordaba demasiado bien lo que me contaras que te había pasado viajando de Florencia a Roma para no comprender lo que estaba sucediendo.

Ahí estaba yo, sola en el baño del vestidor del boliche donde acabábamos de tocar, la espalda transpirada contra cerámicos fríos y duros. Y al mismo tiempo estaba de rodillas sobre una cama, apoyada en ambas manos, y vos estabas detrás de mí, tus manos engarfiadas en mis caderas, empujándote dentro de mí una y otra vez sin la menor gentileza.

Cerré los ojos pero era peor, porque mis centros visuales se llenaban de imágenes confusas. Una habitación pequeña y muy iluminada, la cama revuelta ba

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