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Capítulo 50. La confesión de Lucifer

La oscuridad alrededor de la gasolinera abandonada era densa, un telón de terciopelo que ocultaba la desesperación y la pasión de la cabina. Elena Vespera, sentada al frente, era una estatua silenciosa, una guardiana que concedía el derecho a este momento brutal y necesario. El motor del vehículo blindado permanecía encendido, su ronroneo bajo era el único testigo de la confesión.

​Liana terminó de aplicar la pomada antibiótica sobre la herida de machete de Lucifer. Su mano no temblaba, pero el esfuerzo por mantener la frialdad le agotaba. El olor a metal oxidado de la sangre, mezclado con el yodo, era intoxicante. Se había negado a mirar a Lucifer a los ojos mientras trabajaba, concentrada únicamente en el mapa de dolor en su hombro.

​—Tus vendajes son precisos—dijo Lucifer, su voz áspera como lija, rompiendo el tenso silencio.

​—No es precisión, es necesidad —replicó Liana, sin mirarlo—. Eres mi activo más valioso. Si te infectas o te desangras, mi reclamo legal no vale nada.

​A
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