Lucifer se mantuvo rígido en el claro oscuro del hangar, apoyándose en la fría pared de acero, mientras el vehículo de Elena se alejaba hacia la Villa Belvedere. El dolor punzante de la bala en su hombro era un detalle menor; la verdadera hemorragia era la de su identidad. El recuerdo de las palabras de Elena era un martillo golpeando los cimientos de su poder.
"La verdad de quién es realmente Liana y por qué es la única persona que tiene derecho a gobernar."
La humillación era absoluta. Lucifer, el temido Don de Milán, el arquitecto de su propio destino, no era el rey. Era, y siempre había sido, el guardián involuntario de la verdadera soberana. El concepto de la "Joya" —el activo más preciado y codiciado— se había desvanecido, reemplazado por la realidad innegable de la Reina Legítima.
Lucifer cerró los ojos, recordando cada paso que lo llevó a esta traición. Su propio padre, un hombre que siempre le había inculcado el valor del control absoluto, había orquestado esto. Le habí