La puerta se abrió y Emily entró acompañada de Noah, quien llevaba una elegante caja redonda de pasteles.
Rubí se sintió un poco culpable por haberlo hecho ir a comprarle algo tan trivial. Apenas la caja fue abierta y el aroma del pastel se esparció, su estómago se revolvió con fuerza. Antes de siquiera probarlo, tuvo que taparse la boca y decir apresuradamente que lo retiraran.
Noah, sorprendido, sacó el pastel hacia la mesa de café en la sala de estar. Pero ni siquiera eso fue suficiente: el olor persistente la hizo arquearse otra vez, con lágrimas escapando de sus ojos. Emily reaccionó rápido, abrió de par en par la ventana y ordenó a su hermano:
—¡Tápalo bien y sácalo afuera, o Rubí no dejará de vomitar!
La expresión de Noah se oscureció, pero obedeció en silencio. Solo cuando se llevó la caja lejos, la respiración de Rubí empezó a estabilizarse. Emily volvió a cerrar un poco la ventana para que no entrara el frío, y con un suspiro se giró hacia ella:
—Rubí, ¿por qué el embarazo e