Victoria Davies
La odio.
La odio desde que tengo memoria, desde que era apenas una niña de cinco años que apenas entendía lo que ocurría a su alrededor.
Recuerdo las discusiones de nuestros padres con los abuelos, recuerdo las miradas de Rowan llenas de rechazo hacia esa criatura que acababa de llegar al mundo, mientras Iris la miraba con un brillo que jamás había tenido para mí. Escuché esa conversación a escondidas, siendo solo una niña: ¿cómo podía una madre amar más a la hija de la amante de su esposo que a la suya propia?
Dos años después, Eva llegó a nuestra casa. Llegó con sus ojos grandes y su aire angelical a arrebatarme el afecto de mamá. Yo la amaba, la adoraba con la devoción ciega que solo una niña puede sentir, y de pronto tuve que compartirla. No quería compartirla, porque si alguien nos ponía en una balanza, Iris escogería a Eva sin dudarlo, y yo quedaría relegada, condenada a volver a los brazos de mi verdadera madre: una drogadicta miserable que aparecía de tanto en