Caigo rendido en la silla apenas mamá se lleva a los niños de compras con una de las nanas. El silencio que queda en la casa es tan denso que parece aplastarme, un eco amargo después de la tormenta. La discusión con Victoria aún me retumba en la cabeza, cada palabra, cada reproche, cada lágrima fingida y la manera en que manipuló a los niños...
No sé en qué momento todo se quebró, pero lo cierto es que lo nuestro nunca fue más que una ilusión mal construida. Un espejismo de amor adolescente que se desvaneció en cuanto la rutina, la distancia y la verdad se hicieron presentes. Me casé por mis hijos, por obligación, creyendo que el tiempo consolidaría lo que en realidad nunca existió.
El amor se había ido mucho antes de comenzar.
Ahora lo único que nos ata son nuestros hijos. Y sí, los amo con un fervor que me consume, pero sé que ellos perciben la distancia, la frialdad y los silencios prolongados entre su madre y yo.
Victoria y yo somos compañeros de techo, cómplices en la mentira de