Capítulo 2

Eva Davies

A pesar de escuchar las palabras del abuelo y saber que tiene razón, no puedo evitar pensar que todo mi esfuerzo se perderá si renuncio a Adán.

¿Cómo aceptar que nada de lo que he hecho por él ha servido?

Las madrugadas pasadas puliendo sus trajes, las tardes enteras cocinando sus platos favoritos, los tres años intentando construir un vínculo que vaya más allá de la intimidad impuesta… Todo, absolutamente todo, habría sido en vano.

—No cambies de tema que fue motivo de mi visita en primer lugar, abuelo —digo con suavidad—. Sé que el médico te hizo varios exámenes y quiero saber qué sucede.

Él clava en mí esa mirada llena de ternura que me desarma. Sus labios se curvan en esa sonrisa serena que siempre busca tranquilizarme, aunque en el fondo sé que oculta preocupaciones que no quiere compartir.

—Ya sabes cómo es, Eva… —responde con su voz cálida—. Siempre alarmando a todos por nada.

—¿Estás seguro? —pregunto, ansiosa por una certeza que no llega.

—A este viejo aún le queda camino por andar —dice, y su respuesta logra arrancarme una pequeña sonrisa que él imita.

De pronto, el ruido de llantas sobre la gravilla del patio rompe el silencio. Instantes después, escucho puertas que se abren y pasos acercándose. Mi hermano Brandon entra primero, apenas dignándose a mirarme, seguido de mis padres.

—¿Cómo estás, papá? —pregunta mi padre al abuelo antes de posar en mí una mirada rápida y fría.

—Hola, papá —murmuro, apenas audible.

Mi madre solo asiente. Brandon exhala un suspiro de fastidio, como si mi sola presencia fuese una afrenta. Entonces aparece Adán. Su figura llena el salón, imponente. Me observa, y su mirada sombría me atraviesa como una hoja afilada antes de volverse hacia mis padres y mi hermano, a quienes saluda con familiaridad.

—Bueno, ya estamos todos —dice el abuelo, alzando su voz—. Sé que esperan alguna noticia importante, pero no hay nada que confesar. Solo quería reunirlos para celebrar el cumpleaños de Eva.

Brandon toma un vaso de whisky con desgano.

—La celebración sería mejor si toda la familia estuviera aquí, abuelo —dice con amargura—. La ausencia de Victoria deja un vacío imposible de llenar. Eva no debería celebrar sin ella.

El semblante de Adán se endurece; sé que luego me culpará de esa mención.

—Ella decidió irse —replica el abuelo con firmeza—. Y si alguna vez regresa, será bienvenida. Si no… tampoco la obligaremos.

—No hacía falta esto, abuelo… —le susurro al oído, incómoda.

—¡Claro que sí, Eva! —dice él, tomando mis manos entre las suyas—. ¿Crees que mereces pasar tu cumpleaños sola, con un pastel y un té triste conmigo?

Puedo sentir la mirada cargada de Adán desde el otro lado de la sala, como un cuchillo en mi espalda. Tiemblo solo de pensar en lo que me dirá después.

Amigos del abuelo se acercan, sonrientes, entregándome regalos que solo evidencian lo premeditado de todo esto. Las hijas de uno de los inversores de la empresa familiar me rodean.

—Seguramente tu esposo te ha sorprendido con una joya, o con un viaje —dice una, con un aire envenenado.

—No, no soy de gustos ostentosos —respondo, intentando sonar despreocupada.

Ellas se apartan un poco y comienzan a susurrar.

—Dicen que ni siquiera está interesado en ella. Que solo se casaron porque los encontraron juntos en la cama.

—Y que en realidad sigue enamorado de Victoria.

—¿Qué clase de mujer le arrebata el novio a su propia hermana?

El corazón me da un vuelco. Siento que el aire se vuelve denso, imposible de respirar. Salgo al jardín antes de derrumbarme frente a todos.

Muy pocos saben la verdad de mi matrimonio. Adán nunca aparece conmigo en público; viaja solo, asiste solo a reuniones y eventos sociales. Solo mi familia conoce el verdadero motivo detrás de esta unión, y ahora sé que alguien —quizás Brandon, o mis padres— ha puesto nuestra desgracia en boca de otros.

—Lo hiciste, Eva —escucho a mi espalda.

La voz de Brandon me hiela.

Me giro, limpiando mis lágrimas.

—¿Perdón?

En el fondo, quisiera que fuera ese hermano protector que alguna vez imaginé de niña. Pero Brandon jamás me defendió. Para él, siempre fue Victoria.

—No solo avergüenzas a esta familia, sino también a ti misma —se burla—. ¿Quién organiza una fiesta donde nadie quiere estar?

—No fue idea mía. Fue del abuelo —respondo, con la voz quebrada.

—Siempre escudándote en el viejo… —ríe, cruel—. ¿No fue suficiente con arruinarle la vida a Victoria? Nadie se preocupa si cumples años o si estás enferma en un hospital.

—Brandon…

—Escúchame bien, Eva —su voz se vuelve dura como el mármol—. Para algunos de nosotros, habría sido mejor que nunca hubieses nacido.

—Eso no es cierto —murmuro, sintiendo que las lágrimas me ciegan—. Lo dices porque estás enojado. Si algo me pasara…

Las palabras no salen.

—Si algo te pasara, créeme: todos seríamos felices. Incluso Adán. Con tal de que Victoria regrese, nadie dudaría en sacrificarte —dice con frialdad.

Siento que el suelo se abre bajo mis pies. Sin pensarlo, corro. Tropiezo con invitados, apenas los veo. Adán, al fondo, charla animadamente con dos mujeres, sin siquiera advertir mi huida.

En la entrada, choco con un hombre alto y fuerte, tan sólido que casi caigo.

—¿Estás bien? —pregunta, con un acento extraño.

No respondo. Corro hasta el auto, donde Scott me espera. Él me mira en silencio, me tiende un pañuelo sin decir palabra. Conoce este ritual: helado de menta con chocolate. Es mi refugio infantil, un bálsamo contra el dolor.

Las palabras de Brandon resuenan como ecos de una herida abierta. “Seríamos felices si tú no estuvieras.” Duele… duele porque también soy su hermana, porque también anhelo su amor.

¿Cómo puede odiarme tanto?

Después de horas dando vueltas, le pido a Scott que me lleve a casa. Adán aún no ha llegado.

Un respiro momentáneo, al menos eso creo.

Miro mi teléfono: un mensaje de Catalina de Ruiz, una vieja amiga de la universidad. Me desea feliz cumpleaños… y añade algo más.

Victoria regresa al país.

Y con ello, es mi fin.

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