La decisión me pesaba en el pecho como una piedra, pero sabía que no había vuelta atrás. No podía seguir permitiendo que la guerra de Luca se extendiera hasta alcanzarme, hasta envolver a nuestro bebé en esa sombra que crecía cada día más. Tal vez él no lo comprendiera nunca, tal vez me odiara por ello, pero yo tenía que elegir. Y esa noche, lo hice.
Cuando se lo dije, su reacción fue como un golpe.
—Me iré con mis padres —le murmuré, con la voz quebrada—. A Estados Unidos. Solo por un tiempo, Luca… necesito distancia. Necesitamos paz.
Él me miró como si acabara de clavarle un cuchillo en el pecho. Su ceño se frunció con fuerza, la mandíbula apretada, los ojos oscuros cargados de incredulidad.
—¿Crees que puedes irte así? ¿Con mi hijo? —su voz fue un rugido bajo, contenido, pero lleno de una furia que me atravesó—. No, Aria. No puedes llevártelo.
Mis ojos se llenaron de lágrimas.
—No es solo tu hijo, Luca —dije, intentando que mi voz no se quebrara del todo—. También es mío. Y no pued