La mañana después de mi regreso, desperté con el aroma del café recién hecho impregnando la casa. Ese olor era un recuerdo vivo de mi infancia, uno que me transportó a años atrás cuando las mañanas eran simples y los problemas parecían tan lejanos. Bajé las escaleras con pasos lentos, aún con el corazón pesado.
En la mesa estaban mis padres, esperándome. Mi madre sonreía, aunque en sus ojos se escondía una inquietud que no podía disfrazar. Mi padre, en cambio, mantenía la expresión grave, como si quisiera preparar el terreno para una conversación inevitable.
—Aria —dijo mi madre con suavidad—, necesitamos hablar.
Me senté frente a ellos, sintiendo el calor del sol que entraba por la ventana como un contraste cruel con el frío que me recorría por dentro. Sus miradas me taladraban, no con reproche, sino con preocupación genuina.
—Hija… ¿qué ha sido de ti todo este tiempo? —preguntó mi padre, su voz firme, pero quebrada en los bordes—. Apenas nos llamabas. Nunca nos contaste lo que pasab