85: El Sacrificio

El tiempo dejó de existir para mí en ese almacén húmedo y frío. Las horas se arrastraban como cuchillas sobre la piel. Mis muñecas dolían por la presión de las cuerdas, mis labios estaban secos bajo la mordaza y mi corazón se desangraba de miedo. El eco de las risas de Matteo todavía me taladraba la cabeza, pero fue otro sonido el que me heló hasta los huesos: el chirrido de una puerta metálica abriéndose.

Mis ojos buscaron instintivamente la sombra que apareció. Era Adriano. Caminaba con paso sereno, como si aquel lugar le perteneciera, como si la violencia fuera el aire que respiraba.

—Aria, Aria… —pronunció mi nombre con una calma repugnante, como si estuviera saludando a una vieja amiga—. No sabes cuánto me alegra tenerte aquí.

Intenté resistir la mirada, no darle la satisfacción de mi miedo. Pero la mordaza impedía que hablara. Él lo notó, y sonrió con esa malicia calculada que siempre me pareció más peligrosa que las amenazas. Aún no puedo creer que en algún momento llegué a pen
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