La noche se había vuelto interminable. Me revolvía en la cama, incapaz de conciliar el sueño. La ausencia de Luca pesaba como un hueco en el pecho. Había salido horas atrás para reunirse con socios y ajustar detalles de su guerra silenciosa contra Bianca y Adriano. Antes de irse, se inclinó sobre mí, me besó la frente y me prometió que no tardaría. “Todo estará bien, dolcezza. La casa está vigilada”, me susurró con esa seguridad que me hacía creerle aunque mi corazón temblara.
Y sí, la mansión estaba repleta de hombres suyos, guardias atentos, cámaras en cada rincón. Pero aun así, había algo dentro de mí que no podía relajarse. Quizás eran las hormonas, quizás el miedo que nunca me abandonaba del todo. Cada crujido en la madera, cada sombra alargada me ponía en tensión.
Me llevé la mano al vientre, acariciando mi piel apenas abultada. Susurré en voz baja:
—Estamos bien, mi amor… tu papá no tardará.
El reloj de la mesita marcaba las dos de la madrugada cuando el aire cambió. Un silenci