La voz de Francesca llegaba nítida a través del teléfono, pero yo apenas podía sostenerlo sin que me temblaran las manos. Había cerrado las cortinas y me sentía como una fugitiva dentro de mi propia habitación, como si cada palabra que ella me decía fuese dinamita que podía explotar en cualquier momento.

—No tiene sentido, Aria —decía ella con un suspiro frustrado al otro lado—. Alguien tenía acceso directo, no solo a tus alimentos, sino también a tus expedientes. Piensa bien… ¿quién estaba presente en cada procedimiento?

Me mordí el labio, recorriendo con la mente cada rostro, cada bata blanca, cada gesto amable que ahora me parecía siniestro.

—La doctora que me atendía siempre estaba ahí —admití con un hilo de voz—. Revisaba mis análisis, me decía que los embriones no se implantaban, que mi cuerpo simplemente los rechazaba…

—¿Y nunca sospechó nada? —Francesca parecía tan incrédula como enfadada—. Ella debió ver los rastros del medicamento en tu sangre. Si calló, Aria, significa