La semilla de la duda que Silas había plantado crecía en la oscuridad de mi mente, una enredadera venenosa que se enroscaba alrededor de cada recuerdo que tenía de Sofía. Él, con esa calma exasperante que lo caracterizaba, no presionó. Solo esperó. Y después de que lo negué todo, y había vaciado la copa de vino, en un silencio elocuente, me presentó su plan.
Era simple, casi elegante en su perfidia. Un señuelo. Una prueba de fuego para la lealtad de mi mejor amiga.
—¿Estás dispuesta a participar? —preguntó, sus ojos escudriñando los míos en busca de cualquier grieta.
La pregunta flotó en el aire de la cocina, pesada como un ladrillo. ¿Estaba dispuesta? Mi corazón, un campo de batalla entre la lealtad ciega y la necesidad desesperada de saber, se encogió.
—No quiero hacerle esto —confesé, la voz más baja de lo que habría querido.
—Nadie quiere enfrentarse a la verdad cuando duele, Valentina. Pero negarla no la hace menos real.
Respiré hondo, sintiendo el sabor amargo de la traición en