El aroma de la comida que Silas había preparado—una pasta simple con una salsa que olía a tomates maduros, ajo y albahaca—aún flotaba en la cocina, un fantasma reconfortante de la normalidad que acabábamos de compartir. Pero la normalidad se había quebrado. Sus palabras, la confesión del niño de dieciséis años y el inicio de una cadena de asesinatos, aún resonaban en el aire, pesadas y transformadoras. Ya no éramos un acreedor y su deudora. Éramos dos personas que se habían mostrado las cicatrices del alma. Aunque las suyas superaban por mucho a las mías.
Sentados frente a frente en la isla de la cocina, el silencio no era incómodo, sino cargado. Yo miraba mis manos, enroscadas alrededor de la copa de vino que él me había servido. La furia que me había impulsado hasta su guarida se había disuelto, reemplazada por una calma extraña, una vulnerabilidad que no me atrevía a nombrar.
—Silas —dije, alzando la mirada hacia él. Sus ojos ámbar, siempre tan lúcidos, me observaban con una pacie