Al confesar esa verdad, esperé encontrar algo en su expresión. Una ceja arqueada, un destello de sorpresa, algo. Pero no hubo nada. Su rostro era un lago de perfecta tranquilidad. Ni siquiera parpadeó.
La incredulidad se apoderó de mí.
—¿Y eso es todo? —estallé—. ¿No te sorprende? ¿No te importa?
—Ya lo sabía —declaró, con una simpleza que me dejó sin aliento.
—¿Qué? ¿Cómo? ¿Cómo es posible?
—Valentina —dijo, como si le explicara algo a un niño—, cuando alguien viene a pedirme un favor, lo investigo. A fondo. Conozco cada secreto, cada sombra en su armario, cada pecado no confesado. Es mi negocio. Saberlo todo de los demás me da el lujo de no tener que revelar nada de mí.
Me sentí estúpida. Por supuesto que lo sabía. Él lo sabía todo.
—Entonces… ¿por qué? —pregunté, confundida—. ¿Por qué me pediste esta verdad como pago si ya la tenías?
—Porque sabía que solo vendrías a contármela bajo dos circunstancias —explicó, sus ojos fijos en los míos, diseccionándome—. La primera: si llegabas