Después de cerrar el trato me fui en silencio y sin despedirme, como ya era costumbre para mí.
La puerta de la mansión Moretti se cerró a mis espaldas con un clic suave. El aire dentro era quieto, cargado con el silencio de la mañana y el peso de las mentiras que acababa de acumular. Creyendo que podría escabullirme hacia la santidad de mi habitación, di un paso hacia la escalera, pero una voz, serena y afilada como el filo de un cuchillo, me detuvo en seco.
—¿Y a dónde fuiste con tanta urgencia que ni siquiera te quitaste el pijama?
Aria. Mi madre. Estaba de pie en el umbral del salón, una taza de té en la mano, su mirada fuerte, tan perceptiva como la de un halcón, escudriñándome. No había reproche en su tono, solo una curiosidad implacable.
—No fue urgencia —mentí, sintiendo cómo la tela de mi pijama se pegaba a mi espalda sudorosa—. Solo… necesitaba aire. Salir al jardín.
—No me mientas, Valentina —dijo, y su voz era suave pero inflexible—. Sé que saliste en el auto. A las 6:47 d