La mansión Moretti nunca me había parecido tan grande, tan fría, como esa noche. Cada paso que daba por el mármol pulido resonaba como un redoble de tambor que anunciaba mi regreso. No era un regreso triunfal. Era el de la hija pródiga que volvía con un trofeo robado. El cargamento estaba seguro, los hombres atendidos, la pérdida económica revertida. Pero en el aire, denso y silencioso de la casa, flotaba el precio invisible que había pagado.
No me dirigí a mis habitaciones. Sabía adónde tenía que ir. La luz se filtraba por la rendija de la puerta del estudio de mi padre. Respiré hondo, una respiración que me quemó los pulmones, y entré sin llamar.
No estaba solo. Mi madre, estaba de pie junto a la chimenea, su figura esbelta y elegante como un puñal de plata. Su rostro, normalmente un lago de serena impasibilidad, mostraba ondas de preocupación. Y él, Luca, el Diablo, estaba sentado tras su escritorio, sus manos entrelazadas sobre la madera pulida. No estaba trabajando. Solo esperaba