Los dos días previos a la boda fueron una lenta inmersión en un sueño febril. Me convertí en una muñeca de porcelana en manos de extrañas. Mujeres de rostros impasibles me bañaron, me perfumaron y me enfundaron en un vestido blanco de seda que sentía como un sudario. Cada cepillado del cabello, cada pasada de pintalabios, era un acto de violación a mi voluntad. Yo permitía todo, conservando mis fuerzas en lo más profundo de mi ser, detrás de una máscara de resignación tallada en hielo.
Ruggero no volvió a mostrarme a mis padres. Ya no lo necesitaba. Su amenaza pendía sobre mí como una nube tóxica, un veneno que había inhalado hasta intoxicarme. En su lugar, su tortura fue más sutil. Se presentaba para supervisar los preparativos, y su mirada, llena de una satisfacción obscena, recorría cada detalle de mi prisión nupcial. "El blanco te sienta de maravilla, querida", dijo una vez, y sus palabras me helaron la sangre. Era el color de la pureza, mancillado para siempre en mi mente.
La mañ