El mundo se había reducido a este estrecho pasillo, al peso de Ruggero sobre mí, al olor de su sudor y su miedo, y al ardor de mis propios músculos gritando de fatiga. Sus dedos, como tenazas, buscaban mi garganta, y los míos, convertidos en garras, se aferraban a su muñeca, forcejeando en un baile mortal de alientos entrecortados y gruñidos sordos. La horquilla, mi pequeño y afilado acto de rebelión, yacía en alguna parte en la penumbra, perdida. Ya no era una cuestión de armas, sino de pura voluntad. Y la mía, forjada en el infierno de su crueldad, ardía con el fuego de mil soles.
—¡Te arrastraré conmigo al infierno! —le escupí a la cara, y la furia me dio un último y desesperado impulso.
En ese preciso instante, una silueta llenó el vano de la puerta al final del pasillo. No hizo ruido. No era necesario. Su presencia era una onda de choque que congeló el aire. Ruggero sintió el cambio, su mirada de triunfo se quebró por un instante de pánico animal al seguir mi mirada.
Luca.