El amanecer llegó con una dulzura que no creí posible después de la tormenta. La luz se filtraba entre las cortinas del despacho, bañando todo en un resplandor dorado y pacífico. Me desperté antes que él, encontrando mi mejilla apoyada en su pecho, mi brazo rodeando su torso como si temiera que, al dormir, se desvaneciera. Su respiración era profunda y regular, un ritmo que mi cuerpo reconocía como el latido fundamental de mi mundo. Por primera vez en semanas, la casa no crujía con amenazas, sino que susurraba en una calma profunda. El aire no olía a desconfianza, sino a piel tibia y a la quietud de dos almas que, por fin, habían dejado de luchar.
Moví la cabeza ligeramente para mirarlo. Las líneas de tensión en su frente se habían suavizado, y en su sueño parecía más joven, liberado del peso brutal de su cargo y su amnesia. Una ola de amor tan feroz y protector me inundó que contuve la respiración. Esto. Esto era por lo que había luchado, por lo que había aguantado el frío y la dista